Las peripecias del año que termina

En el 2002 la recesión, las sorpresas, y las transiciones políticas fueron los actores principales prácticamente a todo lo largo y ancho del mundo. La política económica y sus áreas periféricas tuvieron que nadar —y lo siguen haciendo— en aguas turbulentas, desconociéndose aún el resultado final de esos esfuerzos. También conlleva luces y sombras —la mayoría de ellas afincadas en el área de la política internacional— donde en la parte oscura, el terrorismo constituye un nuevo ingrediente de la globalización con las respuestas consiguientes de los agredidos, lo que agrega a las incertidumbres y flagelos habituales del mundo una nueva dimensión impensada. Más aún cuando parte de ese mundo pensaba triunfalmente y pregonaba a fines del milenio pasado estar entrando al fin de la historia.

LOS SINTOMAS. Algunos hechos permanecen entre nosotros sin solución aparente siendo receptores de un cúmulo de diagnósticos, buenos propósitos y escasas ideas acerca de cómo solucionarlos.

En primer lugar, la recesión mundial y, en particular, la de Estados Unidos continúan. No se puede confundir la recuperación bursátil reciente con el retorno a sendas de crecimiento robustas. Se debe reconocer que ésta no tiene el dramatismo de otras crisis pasadas, pero tiene en su debe el hecho de que la economía mayor del mundo es la única locomotora de arrastre y, por tanto, de su dinámica depende el arranque de otras áreas deprimidas del mundo. En ese sentido, Europa sigue mirando hacia adentro en la búsqueda de soluciones para las tensiones existentes entre sus socios mayores, al querer cada uno de ellos “exportarle” a su vecino sus problemas domésticos. Francia pretende más déficit fiscal —más inflación— y en contrapartida, Alemania exige más astringencia monetaria para tener la inflación a raya. A eso se agrega un tema no menor como lo es la absorción de los costos de la integración de nuevos socios comunitarios a la Unión Europea. Japón continúa en el limbo en materia de crecimiento económico, soportando un vórtice deflacionario que viene erosionando sin piedad el valor de sus activos y estructuras productivas en un proceso que parece no tener fin a pesar de todos los esfuerzos en materia de aflojamiento de las políticas fiscal y monetaria.

Como causa y también secuela de lo anterior, el mundo se afiebró con sucesos corporativos e historias galantes de ejecutivos, los cuales invocando la magia de su genialidad, para entender y operar en los nuevos tiempos, hicieron crecer a múltiplos impensados la valuación de sus empresas y también sus remuneraciones. Una nueva mentalidad fue tomando cuerpo, según la cual el capitalismo —junto al hecho indiscutido de mejorar como ningún otro sistema las condiciones promedio de vida de importantes sectores de población— también era la fuente para acumular en poco tiempo fortunas enormes poco relacionadas con el esfuerzo aportado y los riesgos incurridos.

Al final, eso resultó demasiado bueno para ser cierto. Su consecuencia fue una burbuja considerable en las valuaciones de activos financieros sin el soporte de utilidades reales, en sobreinversión en las áreas pertenecientes a la nueva economía y en una euforia alimentada por las propias empresas bajo el paradigma de que esos eran los frutos del aumento de productividad —hecho cierto— que se detectaba en el ámbito de todo el sistema. Nadie en su momento fue capaz de dar la voz de alerta en esa materia, tanto porque muchos no fueron capaces de entender las circunstancias o porque simplemente sus alertas fueron ahogados por el griterío de la euforia generalizada.

Y lo que es más importante esa euforia también propició fraudes, corrupción corporativa y manejos contables que desnudaron las imperfecciones de los esquemas regulatorios y mostraron las limitaciones de los controles. Por primera vez en décadas, en un sistema como el capitalista, donde la confianza es un valor esencial para su funcionamiento, el fraude bajo diferentes formas aparece como una categoría más común de lo pensado. Las implicancias no se ciñen sólo a los actores directos, sino que corredores de bolsa, financistas, analistas, auditores también medraron del festín. Las reverberaciones de los casos más sonados aún repican, fortaleciéndose con nuevos hechos que agregan más ruido y, por tanto, incertidumbre a un mercado ya agobiado por señales confusas o malas noticias.

La lección es que las regulaciones y controles son una condición necesaria, pero que deben ser complementadas por sanciones severas para desestimular esos comportamientos. Sin ello hay una asimetría evidente entre los beneficios de esas actitudes y sus costos potenciales, haciendo totalmente inefectivos los sistemas regulatorios. Y lo que es más importante es que ello actúa como un “impuesto” oculto que aumenta la percepción de riesgo para el inversor y frena el nivel de actividad.

SIN RUMBO CIERTO. Estos aspectos han puesto a prueba la pericia de la Reserva Federal para mantener a la economía creciendo en un contexto de inflación baja. En los últimos años la rotación de objetivos ha sido elocuente, pasándose del temor de la inflación al miedo de la recesión. A pesar de la retórica monetarista ortodoxa, la Fed ahora tiene preocupaciones “keynesianas” que trata de resolver con instrumentos monetarios como la tasa de interés. Mirando su trayectoria descendente de estos doce últimos meses y los mensajes que acompañan a cada una de las bajas pactadas, pareciera que otras personas se han hecho cargo de ese prestigioso cuerpo. En los hechos, las acciones tomadas son un último recurso; instancia en que los límites de la política monetaria están a prueba. En Japón, esa estrategia hasta el momento no ha funcionado. El dictamen actual para Estados Unidos es aún prematuro, pues sus efectos sobre el crecimiento no son instantáneos. Sin embargo, las bajas anteriores no han surtido el efecto esperado. Esta última decisión tiene más el perfil de un acto desesperado que el de la convicción de que tendrá efectos positivos. Una vez más, la profesión se muestra eficiente en el manejo de escenarios inflacionarios y limitada cuando debe operar en ámbitos donde las presiones deflacionarias por caída de demanda y aumento de la percepción del riesgo son las pautas principales.

Quizá los agentes perciban hoy la existencia de desequilibrios fiscales actuales o contingentes que impliquen mayores impuestos futuros, lo que hace insostenible las pautas de consumo actuales financiadas con endeudamiento. Asimismo, la baja de las tasas de interés implica una revaluación de los bienes no transables —principalmente vivienda— que no permite enfriar cabalmente la burbuja especulativa. Una vez agotada ésta, cualquiera fuera el nivel de la tasa de interés, necesariamente habrá una corrección a la baja de esos activos. Por todos estos elementos, los agentes actuando racionalmente restringirán el consumo como la mejor protección para los tiempos futuros, acelerando la potencia de las fuerzas deflacionarias.

Para agregar más ruido y, por tanto confusión, recientemente la claque de los “supply siders” pide adicionar al recorte de las tasas de interés otro en las tasas de impuestos. El acicate es la nostalgia de los tiempos de la administración Reagan, cuando aparentemente todo era mejor, pero dejan por el camino la explicación de los efectos adversos del abultado déficit fiscal que heredaron las administraciones republicanas y demócratas posteriores. Si la correlación es válida, la economía norteamericana creció por encima de su tendencia histórica durante los noventa cuando los déficit eran decrecientes e incluso llegó a su clímax con superávit fiscales que compensaban el bajo ahorro privado.

Todo esto confirmaría que la política monetaria estaría en sus límites, pidiéndosele demasiado en materia de resultados cuya génesis no se alimenta del campo monetario exclusivamente. Y su falencia en estas circunstancias dejaría a la administración actual sin instrumentos con los cuales operar en la arena de la política económica.

LA REGION. En este año que muestra señales confusas o, por lo menos impactantes, la región no ha permanecido ajena a las dificultades. Por un lado, Argentina continúa con una saga de situaciones en el ámbito externo que indudablemente trascienden la peripecia de los hechos domésticos, ya de por sí traumáticos. El relacionamiento con sus acreedores externos es un aspecto que viene adquiriendo ribetes impensados poco tiempo atrás. Su default con los inversores privados puede trasladarse también a los organismos multilaterales si rápidamente no acuerda un programa con el FMI. Siendo el principal deudor en alguno de esos organismos e integrar la terna superior en otros, ese estado de situación puede implicar el riesgo cierto del deterioro de los ratings de esos organismos encareciendo su fondeo y, por tanto, el costo de los préstamos para el resto de los países. Más allá de ese impacto práctico, se derrumbaría uno de los últimos tótems sagrados en la operativa del financiamiento de las economías emergentes, obligando a que todas las fórmulas automáticas que se están discutiendo en el ámbito de esas instituciones referidas al “concordato” y refinanciamiento automático de países también considere a esas instituciones como acreedores comunes.

Analizándola con cierta perspectiva, la transición política que se está efectuando en Brasil es un punto fulgurante que trasciende candidatos y que le da una pátina de mayor previsibilidad a la región, más allá de las peripecias de corto plazo entre el relacionamiento de ese país y los mercados financieros internacionales. Es la demostración que junto con la maduración creciente de la economía brasileña, también hay un sistema político sofisticado, abierto a la movilidad vertical que acepta y unge a un candidato ajeno a los círculos tradicionales de poder. Más aún, con una transición ordenada donde el presidente saliente, perdidoso políticamente, luce también como ganador al legar un país mejor que el que recibió, medido esto por los indicadores sociales, y facilitando las tareas de la nueva administración.

Bajo esta luz, sus desafíos económicos que no son menores lucen superables, pues aparentemente están dadas las condiciones para un adecuado ámbito de toma de decisiones, con una apoyatura amplia de su mosaico político, condición básica del funcionamiento social y en particular del económico.