Nobel de Literatura 2002

Imre Kertész o la venganza escrita

Demian Orosz

HASTA LOS 15 AÑOS Imre Kertész nunca salió de Hungría. Su primer viaje al extranjero lo hizo en un vagón de ganado, enganchado a otros vagones iguales, de color ladrillo. En ellos, cientos de compatriotas viejos y jóvenes (el transporte también tenía plazas reservadas para niños y enfermos) se apretaron durante días y noches, sin agua, hasta llegar a destino. Cuando el convoy se detuvo las mujeres se peinaron, los hombres abrocharon sus camisas, todos cumplieron el pequeño ritual de arreglar su aspecto para no bajar del tren hechos un desastre. Las puertas se abrieron. El sol brillaba con fuerza en la estación de Oswiecim, una pequeña localidad polaca germanizada con el nombre de Auschwitz.

Hace unas semanas Imre Kertész volvió a dejar su país, en esta ocasión becado para trabajar sobre su nueva novela —cuyo título provisorio es Liquidación— en la residencia del Colegio de las Ciencias de Berlín. Allí fue donde atendió el llamado telefónico anunciándole que acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. Días antes, la Sociedad de Autores Alemana le había entregado el Premio Hans Sahl.

Durante la conferencia de prensa, buena parte de los periodistas se mostró especialmente interesada en conocer la opinión del escritor sobre el país en el que hace 60 años surgió el régimen que lo internó en un campo de exterminio, lo torturó y estuvo a punto de aniquilarlo. La respuesta de Kertész fue una lección de sentido común: “No guardo rencor contra Alemania”, afirmó, “odio a los nazis, pero ahora estamos ante una tercera generación que no tiene nada que ver con lo que ocurrió”. Sin embargo, advirtió, “la cultura europea no se ha confrontado con las raíces del Holocausto”.

Extendió la distinción del Nobel al conjunto de la literatura húngara, una pequeña isla lingüística completamente ignorada, a excepción de un puñado de autores como Peter Esterhazy y Sandor Márai, cuyos libros están empezando a conocerse luego de su muerte. Después Kertész transmitió su esperanza de que el premio abra espacios para que Hungría comience a revisar su pasado y su responsabilidad en el intento de genocidio judío.

JUDAÍSMO POSTERGADO. Imre Kertész nació el 29 de noviembre de 1929 en Budapest, en una familia para la que el judaísmo estaba lejos de ser un elemento fuerte de la identidad. Se trataba más bien de un rompecabezas, cuyas piezas se irían acomodando según la fuerza de los acontecimientos. “Antes, no hacíamos el menor caso de los vecinos, pero desde que sabemos que somos de la misma raza, intercambiamos ideas sobre nuestro futuro”, escribe Kertész en Sin destino, su primera novela. Hasta el día en que se vio obligado a salir a la calle con la estrella de David cosida en la ropa, Kertész no sabía —tampoco se lo había preguntado— qué significaba ser judío.

Lo iría aprendiendo, primero lentamente y luego de manera brutal. En la zoología fantástica del Tercer Reich, difundida en amplios sectores de las sociedades de los países invadidos por el nazismo, el judío ocupaba el último escalón de las especies destinadas a perecer. La contundencia con que se plasmó en los hechos semejante ideología ya ha sido suficientemente documentada. Hay, no obstante, una historia menos visible, hecha de fragmentos dispersos en los testimonios de distintos sobrevivientes. Es la historia de las pequeñas humillaciones, las infamias menores que llevaron del desprecio a la masacre. Kertész aporta algunas anécdotas a este relato, como la prohibición de tener negocios o ejercer profesiones, o la disposición impuesta a los judíos húngaros de viajar en el tranvía de pie, y en la parte trasera del vehículo.

En toda la Europa dominada por el nazismo se vivían por entonces escenas similares. Con incredulidad, indignación y dolor, Víctor Klemperer ha recordado en sus diarios la normativa oficial nazi por la cual los judíos fueron obligados a entregar sus mascotas —gatos, perros y hasta canarios— para ser sacrificadas. “Se trata”, escribe el filólogo alemán, “de una de las crueldades de las que no habla ningún juicio de Nuremberg y por las que levantaría, si pudiese, una horca alta como una torre para castigarlas, aunque me costase la bienaventuranza eterna”.

Al igual que György Koves, el protagonista de Sin destino, Kertész fue detenido a fines de 1944 y deportado a Auschwitz. Pocos días más tarde, fue trasladado al campo de trabajo de Zeitz y luego a Buchenwald, donde permaneció internado hasta su liberación.

El regreso a Hungría fue el inicio de un nuevo calvario, esta vez bajo el régimen estalinista que gobernaba el país. Sepultado en vida como escritor disidente, pudo ejercer el periodismo hasta 1951, año en que el diario para el que trabajaba fue absorbido por el órgano del Partido Comunista. A partir de entonces se dedicó a escribir comedias y guiones cinematográficos, y a la traducción de obras de Friedrich Nietzsche, Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Sigmund Freud o Elías Canetti.

En 1975 publicó Sin destino, en la que trabajó cerca de catorce años y cuya aparición fue completamente ignorada. Luego vendrían otros dos libros vinculados de modo indirecto a la experiencia de los campos: El fracaso (1988, de próxima publicación en la editorial El Acantilado) y Kaddish por el hijo no nacido (1989). En esta última Kertész invierte el significado y la función más usuales del kaddish (oración fúnebre que los judíos rezan por los padres muertos) para hacer hablar una voz que se interroga sobre la posibilidad de traer un niño al mundo que engendró a Auschwitz.

Hasta el desplome del bloque del Este, en 1989, Kertész vivió con su mujer en un departamento de una sola habitación, escribiendo en una vieja Olivetti. Hace apenas unos meses la máquina fue jubilada a causa de un temblor que el novelista padece en la mano derecha, y que lo obligó a iniciarse en los misterios de una computadora portátil.

Recién a principios de los años ’90, gracias a la traducción de toda su obra al alemán y luego parcialmente al francés, el puñado de libros de Kertész comenzó a perforar el anonimato en el que vivió buena parte de sus 72 años y que es casi total en el Río de la Plata.

FELICIDAD ENTRE CHIMENEAS. Con toda razón se considera a Sin destino (se está por filmar con guión del propio autor) como una de las mejores novelas sobre el exterminio judío. En verdad, no es tanto un libro sobre los horrores sino una mesurada, por momentos fría y a menudo irónica descripción de la vida en un lager. Fue David Rousset, el intelectual francés detenido en Buchenwald entre 1943 y 1945, quien insistió en la necesidad de hacer hincapié en un aspecto del universo concentracionario que no siempre es tenido en cuenta: “El mundo de los campos no es grave porque en él se sufra y se muera —escribió—; el mundo de los campos es grave porque en él se vive. Allí, el ser humano se ha convertido a sus propios ojos en un despojo total”.

La exasperante sobriedad del estilo de Kertész recuerda la prosa equilibrada y despojada de elementos lúgubres de Primo Levi, pero resulta incluso más inquietante. La narración de los hechos predomina sobre el tono más reflexivo del escritor italiano. En Kertész, a través de la pura fuerza del relato, el campo de concentración se va dibujando en sus contornos cotidianos, normales.

El día en que lo apresan, la preocupación central del personaje de Sin destino es no poder avisarle a su madre que llegará tarde para la cena. Durante la primera selección, György Koves repara en la cara simpática, los ojos bondadosos y la voz clara, típica de los hombres cultos, del médico alemán que en pocos segundos decide posponer su visita inmediata a la cámara de gas. El libro es atravesado de principio a fin por este tipo de pasajes en los que la horrenda voracidad de la muerte está como empañada, en ocasiones apenas entrevista detrás de una elaboración literaria de los hechos, que tampoco evita detenerse en los momentos felices.

El campo se narra no sólo como un mundo donde la muerte se fabrica en serie, sino, sobre todo, como un mundo donde el final puede postergarse en una suma de días interminables. El tiempo transcurre con enorme lentitud, pero incluso en medio de ese aturdimiento producido por la sucesión de horas iguales deben aprenderse las reglas para sobrevivir. “Nunca lo hubiese creído”, piensa György Koves, “y, sin embargo, es una verdad como un templo: en ninguna otra circunstancia importa tanto llevar una vida ordenada, ejemplar y hasta virtuosa como estando preso”.

El poder de convicción del estilo de Kertész es tan apabullante que le permite al lector ponerse en la piel de los detenidos y contemplar, por ejemplo, el color mágico, como de fuegos artificiales, de las llamas de los crematorios. “Alrededor se susurraba, se murmuraba, se repetía: ‘¡Los crematorios...!’, pero ya con el tono de admiración que suele emplearse ante la contemplación de los fenómenos naturales”.

Esa misma contundencia de su prosa —no tanto con la historia, como con la lengua— le permite a Kertész no desbarrancarse en la pura estetización del horror y persuadir sobre la verdad de que “incluso allá, al lado de las chimeneas había, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad”.

El libro se cierra con una escena aún más desquiciante. De regreso en Budapest, camino a reencontrarse con su madre, el protagonista observa un atardecer que lo devuelve a su hora preferida en el campo. “Experimenté una sensación fuerte, dolorosa e inútil: la nostalgia”. El lager no es terrible porque allí se muere, porque los cuerpos se pudren o se queman, sino porque allí se vive.

VENGARSE DEL MUNDO. Existe toda una tradición —textos de Edmond Jabés, o pinturas de El Bosco y Brueghel en las tapas de los libros sobre el exterminio— que, con el fin de ubicar a la shoah en alguna zona del entendimiento, hace pie en la imagen del infierno. Sin duda, el recurso a la figura del lager como un Hades realizado en la Tierra satisface una profunda necesidad de representación frente a un hecho que parece irreductible, innombrable. Pero ¿puede haber nostalgia del infierno?

Kertész ingresa lateralmente en este debate. En las páginas finales de Sin destino, un periodista aborda al protagonista e intenta interrogarlo sobre la experiencia a la que acaba de sobrevivir. El hombre de prensa quiere tener un testimonio de primera mano y trata de inducir algunas respuestas: “¿Acaso no puede compararse un campo de concentración con el infierno?” No. ¿Cómo? “Mientras dibujaba círculos en la arena con los tacones de mis zapatos”, explica György, “le dije que uno podía comparar cualquier cosa con lo que quisiera pero que para mí un campo de concentración seguía siendo un campo de concentración, y que había conocido algunos pero que no conocía el infierno”. Ante la insistencia del periodista, responde: “Me imagino que un infierno es un lugar en donde uno no se puede aburrir y, por el contrario, en los campos de concentración, como Auschwitz, puedes llegar a aburrirte mucho, en el supuesto de que tengas la suerte de hacerlo”. Fin de la discusión.

Luego de Sin destino Kertész no volvió a hacer del Holocausto la preocupación central de su narrativa, aunque está presente en los libros que vinieron después. Por ejemplo en El fracaso, su segunda novela, en la que relata vivencias durante la era comunista, afirma: “Sólo empecé a escribir, acaso, para vengarme del mundo. Para vengarme y recuperar de él lo que me había arrebatado. Dicho sea de paso, lo que a duras penas rescaté de Auschwitz, tal vez produce demasiada adrenalina. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, en la descripción reside un poder que puede apaciguar por un momento el instinto agresivo y generar un equilibrio, una paz provisoria”.

La memoria del genocidio sigue siendo el motor de su escritura (“cuando pienso una nueva novela, pienso en Auschwitz”, dice el autor), pero ya no necesariamente como tema, como una serie de hechos que deben ser puestos al abrigo de la literatura, sino como oponente, como contrincante en un duelo. Woody Allen dijo alguna vez que los recuerdos están hechos para ser vencidos. La frase se puede aplicar sin problemas a la obra de Kertész, aunque en su caso siempre se trate de victorias parciales. Es en la escritura donde el novelista húngaro conquista (sólo para establecer esa “paz provisoria”) una realidad que lo tuvo y lo seguirá teniendo siempre en su poder.

Está lejos de la postura extrema del cineasta francés Claude Lanzmann, el realizador de Shoah, cuyo punto de vista estético puede resumirse en la fórmula “matar con la cámara”. La literatura de Kertész no podría pensarse sin ese núcleo duro que vibra en las grandes obras y que lleva a las palabras, los sonidos o las imágenes a entablar un duelo con la realidad. El gran arte se venga del mundo.

LA CONMOCIÓN. Traducidos al castellano en 1999, los ensayos reunidos en el volumen Un instante de silencio en el paredón (Editorial Herder) convierten a Kertész en uno de los intérpretes más filosos y críticos en los debates sobre el holocausto. El autor no está seguro, como afirma el filósofo francés François Lyotard, de que el exterminio judío deba considerarse como un terremoto que destruyó todos los aparatos para medirlo. Esa opción pone a los hechos del lado de lo inefable: ni la razón ni la imaginación pueden capturarlos. Pero tampoco está convencido de que los miles de libros, testimonios, investigaciones históricas y ensayos filosóficos sobre la shoah hayan captado lo que sucedió en toda su profundidad.

Kertész no se precia de haberlo hecho, pero sus textos tienen la virtud de colocar a Auschwitz en perspectivas muy amplias, no obstante los puntos de vista absolutamente personales que utiliza para involucrarse en un tema tan vasto.

Puede ser terco y lúcido al mismo tiempo. “Para mí”, escribe en uno de sus ensayos, “la única característica específica de esta historia reside en que es mi historia, en que me sucedió a mí. Y sobre todo, en poder decidir libremente sobre la cualidad de mis vivencias: soy libre de no entenderlas, soy libre de proyectarlas en los juicios morales superiores de otros, en el resentimiento o, al contrario, de tratar de justificarlas, pero también soy libre de entenderlas, de conmoverme por ellas, de buscar mi liberación en esa conmoción, o sea, de sustanciarlas como experiencias, de incorporarlas en saber y de convertir este saber en contenido de mi vida en el porvenir”.

Una extraña mezcla entre altura nietzscheana, aristocracia del espíritu y vulnerabilidad para conmoverse por un rostro o por una flor pintada en el portón de un campo de prisioneros atraviesa los análisis del escritor, un individualista nato, sin atenuantes.

Judío más por imposición que por su fe o sus costumbres, hombre de convicciones conservadoras pero políticamente liberal, militante de la democracia pero incrédulo de la igualdad entre los seres humanos, Kertész escribe herido por un saber trágico del mundo: “Cuando uno es niño tiende a confiar hasta cierto punto en la vida, pero cuando ocurre algo como Auschwitz todo se desploma”. La frase recuerda el modo en que Jean Améry hablaba del daño irreparable que había sufrido, aunque para el filósofo austríaco la esencia del Tercer Reich no era la muerte industrializada sino la tortura: “Con el primer golpe..., el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar”.

Kertész no se ha privado de un ejercicio que a muchos les parece imposible, más aún, repugnante y tendiente a justificar o minimizar el intento de genocidio judío: la comparación entre la red de campos nazis y el gulag soviético. Por suerte, su análisis evita establecer jerarquías entre los martirios de uno y otro régimen. ¿Puede calcularse si los expertos en sadismo eran más hábiles para torturar en el edificio de la Gestapo o en la cárcel de Lubianka en Moscú?

También pone en claro que comparar no significa homologar, ni dejar de señalar las diferencias. En el bolchevismo —como sí sucedió con el nazismo— no anidaba la institucionalización del envilecimiento de los seres humanos. Para Kertész, ambos sistemas estuvieron motivados por fines bien diversos, pero sus resultados fueron los mismos e introdujeron una novedad respecto de la extensa saga de masacres a las que se ha entregado la humanidad.

Podría objetarse que el exterminio no es precisamente un invento moderno, pero la eliminación continua de seres humanos, argumenta el autor, “practicada durante años y décadas y convertida así en sistema mientras transcurren a su lado la vida normal y cotidiana, la educación de los hijos, los paseos amorosos, la hora con el médico...; esto, sumado al hecho de habituarse a la situación, de acostumbrarse al miedo, junto con la resignación, la indiferencia y hasta el aburrimiento, es un invento nuevo e incluso muy reciente. Lo nuevo en él es, para ser concreto, lo siguiente: está aceptado”.

El holocausto, “la conmoción ineludible de este siglo”, más que un tema un “estado de ánimo europeo” que encierra una verdad frente a la cual nada queda intacto, eso que todos quisiéramos olvidar (y en primer lugar los sobrevivientes), también tiene sus falsificadores. A menudo, desbordan de buenas intenciones. Aquí es donde Kertész puede llegar a resultar demasiado irritante, y asimismo demasiado certero. Se desarrollaron, explica el escritor, un sentimentalismo y un conformismo del Holocausto, un canon, un cerco de tabúes y su correspondiente mundo lingüístico ceremonial; se desarrollaron los productos del Holocausto para los consumidores del Holocausto.

Ahora que Kertész acaba de ganar el Nobel, y que sus libros se venderán por miles, quizás por millones, decidir en qué medida su propia literatura pueda desactivar las expectativas de quienes sólo esperan la última novedad en la materia es una tarea que queda, por supuesto, para cada lector.