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Memorias
de Gabriel García Márquez
El
tiempo recobrado
Elvio
E. Gandolfo
EXISTE
UN MODO simple de recobrar el tiempo perdido: la edad. Toda familia
sabe que el abuelo, de a poco, va entrando de nuevo en la primera
madurez, después en la adolescencia, al fin en la infancia.
Como si fuera atravesando las infinitas capas de cebolla del tiempo
personal hacia el núcleo, en un viaje a la semilla biológico,
no sólo literario o psicológico. Si le cuesta cada
vez más recordar lo que pasó hace cinco años,
dos días o cuatro horas, reconstruye sin embargo con nitidez
inverosímil detalles de momentos lejanos por todos conocidos
que hasta allí había sintetizado, ordenado y hasta
enturbiado en sus contornos precisos. Cuando el que hace el viaje
está en pleno dominio de su lucidez, además, comunica
el regocijo, el placer de volver a vivir una vida.
Y si
ha tenido una fama arrasadora, comparte ese júbilo no sólo
con el núcleo familiar, sino con una masa de alcances difusos,
pero literalmente masiva.
Gabriel
García Márquez (1928) escribe sus memorias con casi
75 años. Su fama ha sido la más sólida y numéricamente
alta de la literatura latinoamericana. Sus memorias han sido muy
anunciadas; los minuciosos recuerdan datos de hace más de
veinte años sobre esa empresa. También se difundió
en abundancia que Vivir para contarla, con sus casi 600 páginas,
sería apenas el primer tomo de tres. Ahora el libro está
en la calle, con una foto memorable del autor infante, de enormes
ojos devoradores, en trance, y una galletita a medio comer en la
mano derecha. En ningún lugar, ni en la tapa, ni el lomo,
ni en la portada, ni en la contratapa, se dice que éste sea
un primer tomo. Se sabe también desde hace un tiempo que
aquel niño de entonces hoy lucha, como patriarca que es,
con un cáncer linfático.
No
hace falta leer sus recuerdos para saber que parte del carisma que
lo convirtió en una figura sólo comparable a Maradona
o Borges, viene de su mezcla de franqueza y astucia, de humildad
y tozudo orgullo. Tal vez él mismo decidió no prometer
una continuación que quizá no llegue. Su fidelidad
hacia su público ha tenido muy pocos aflojes en una trayectoria
tanto literaria como periodística de varias décadas.
El libro tampoco tiene acápites, dedicatorias, prólogos
ni explicaciones. Son ocho extensos capítulos, jugosos, desparejos
por momentos, texto puro sin aditamentos. Como si dijera, después
de tanta espera, incluso un poco autoritario: Acá está,
lean.
La
respuesta no pudo ser mejor. Volvió a crear la fiebre vendedora
de sus mejores tiempos: decenas de miles de ejemplares se agotaron
en días; en países castigados económicamente
como Argentina y Uruguay, resucitó algo hoy tan dificultoso,
la venta masiva. De un producto, por otra parte, que tiene carne
y sustancia. En uno de los países de América Latina
ladrones entrenados robaron camiones cargados de Vivir para contarla,
el nuevo producto vendedor, tal vez fugaz en la mirada de ese tipo
de calculadores, la nueva droga. A partir de Cien años de
soledad Gabriel García Márquez es más que un
autor o un best-seller: un fenómeno de la naturaleza. Sus
críticos o enemigos (no son pocos) precisarían que
en todo caso sería un fenómeno de la naturaleza del
mercado.
LAS
OTRAS VIDAS. Entre quienes recibieron más tempranamente el
impacto inicial de García Márquez fuera de Colombia
se contaron dos figuras claves del boom: Carlos Fuentes
y Mario Vargas Llosa, en ese entonces ya famosos e internacionales.
El segundo escribió García Márquez: historia
de un deicidio (1971). La zona biográfica del libro es más
bien breve, y corregible en muchos datos. En abril de 1982, su gran
amigo Plinio Apuleyo Mendoza publicó El olor de la guayaba.
Estaba compuesta por bloques que recorrían su biografía
en bastardilla, intercalados con reportajes sobre temas puntuales
como sus lecturas, Cien años de soledad, la política
o las mujeres. Se beneficiaba de un trato directo y prolongado que
les había hecho compartir experiencias (en ese sentido los
datos son fidedignos). Perdía un poco de energía en
la visión previsiblemente poco conflictiva de un gran amigo,
que impedía un enfoque externo, objetivo.
En
1997 Dasso Saldívar publicó en Alfaguara García
Márquez. El viaje a la semilla. Como subtítulo llevaba
La biografía. Por una vez no era excesivo. Basada
en un buen trabajo de investigación, iba desmenuzando la
vida de Gabo con abundante agregado informativo. Las zonas que se
superponen puntualmente con Vivir para contarla coinciden en un
alto porcentaje. Pero completan algunos aspectos, como los antecedentes
en el siglo XIX de la violencia que caracteriza a la vida social
y política de Colombia en el XX; o precisiones informativas
mayores sobre el modo de accionar de la United Fruit. Curiosamente,
a pesar de su fecha de edición, apenas avanza más
allá del momento en que aparece Cien años... Un pliego
final de ilustraciones se concentra sobre todo en acumular fachadas
de lugares donde ocurrieron los hechos, incluso planos
de la casa de infancia de García Márquez.
Eligio
García Márquez es uno de sus hermanos menores. Como
su hermano célebre, intentó la carrera universitaria
(estudios de física teórica, que abandonó)
y terminó en el periodismo y la literatura. Publicó
una novela, Para matar el tiempo (1978), un libro de entrevistas
a escritores latinoamericanos, Son así (1982), y La tercera
muerte de Santiago Nasar (1985), crónica del rodaje de la
adaptación de Francesco Rosi de Crónica de una muerte
anunciada. En 2001 dio a conocer en Norma Tras las claves de Melquíades.
Historia de Cien años de soledad, un libro muy particular.
Se trata de una investigación personal, periodística
del impacto del libro, tan fuerte que desorientó a los intérpretes
de ese tipo de fenómeno. Abre con el momento mismo de aparición
en Buenos Aires, y va haciendo un viaje permanente entre el pasado
y el presente. Después retrocede a los antecedentes y va
reconstruyendo distintos tejidos biográficos (el periodismo,
las librerías de Barranquilla, etc.) con prosa fluida. Los
trece capítulos superan las 600 páginas. Igual que
el libro de memorias de su hermano mayor, no incluye mayormente
índices. Poco después de la edición, Eligio
falleció, un golpe adicional para su hermano mayor. Él
mismo lo registra en Vivir para contarla: (Yiyo) Murió a
los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas para publicar
un libro de más de seiscientas páginas con una investigación
magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad,
que había trabajado durante años sin que yo lo supiera,
y sin solicitarme nunca una información directa.
EL
VIAJE Y EL RELATO. Toda memoria transforma en entelequia la idea
de redondez formal, de perfección o equilibrio. Sufre mucho
más que la materia literaria (o una biografía hecha
por otro, por un biógrafo), los embates del tiempo y el punto
de vista. Puede ocurrir que el memorialista oculte sus costados
menos agradables, o que olvide lisa y llanamente tramos importantes.
A su vez el lector es leído él mismo por
lo que sabe del protagonista, un espejo que reflejará sus
propios prejuicios o errores a partir de lo que sabe ya por los
medios, por los rumores, o las deducciones que ha ido extrayendo
de los sucesivos libros del autor. La situación se complica
cuando ese autor es un periodista de primer nivel, que ha ido descubriendo
a la vez la fascinación y las trampas de tratar con la realidad,
sobre todo de una realidad multiforme y con ráfagas salvajes
de todo tipo como la colombiana.
Vivir
para contarla asume desde el vamos las contradicciones de esa forma,
y termina extrayendo de esa aceptación la fuerza del resultado.
A diferencia de la mayoría de sus libros, la estructura no
aspira a la perfección o el equilibrio. Hay zonas escritas
con el pulso firme de un narrador; otras donde se impone el registro
de lo inmediato del periodismo. Los dos trozos más memorables
son ejemplos perfectos. El inicio narra un largo viaje en un tren
semivacío con su madre, para vender una casa en uno de los
incontables pueblos vaciados por el levantamiento brusco y cruel
de la United Fruit, después de años de alentar un
progreso acelerado y falso, y de ejecutar una feroz masacre de huelguistas.
Fue en ese viaje donde descubrió en buena medida qué
y cómo tenía que tratar de escribir a partir de entonces.
Fue allí donde afirmó la admiración y el respeto
por su madre. También su propia firmeza para oponerse más
que al padre (que la madre cita como adverso a su decisión
de ser escritor), a esa madre tenaz y sutil, tozuda. Hasta que termina
por decirle con franqueza y afecto, rodeado de esa materia humana
y natural que será la esencia de su obra, que ella sabe que
él no aflojará, porque sabe que es, como ella, terco
y decidido.
El
viaje es la forma argumental perfecta para ir desgranando contenidos
cruzados y múltiples, atrapa al lector en el avance hacia
adelante, no sólo del tren sino de esos dos seres y de las
cosas, sólo para terminar en la relatividad de lo real, porque
la casa termina por no venderse, las cosas por no avanzar, todo
por volver a la duda y el tanteo.
Ya
en esas páginas García Márquez trata de verse
a sí mismo con nitidez: Iba a cumplir veintitrés
años el mes siguiente, era ya infractor del servicio militar
y veterano de dos blenorragias, y me fumaba cada día, sin
premoniciones, sesenta cigarrillos de tabaco bárbaro.
Algunos de esos temas reparecerán mucho más adelante.
La manía de fumar lo seguirá como una sombra, hasta
que años después, en el capítulo seis, un amigo
psiquiatra le dé la clave en una frase: dejar de fumar
sería para ti como matar a un ser querido.
Tampoco
olvida el futuro en el que está escribiendo. Anota por ejemplo,
cuando pasan por un punto casi inexistente del recorrido: El
tren hizo una parada sin pueblo, y poco después pasó
junto a la única finca bananera del camino que tenía
el nombre escrito en el portal: Macondo. Ese nombre después
bautizaría todo un mundo, primero tanteado, después
provisto por él de su propia Biblia, con Génesis y
Apocalipsis incluidos, en Cien años de soledad.
La
familia era lo bastante proteica y abundante como para mezclar de
modo inextricable la biología y los vínculos con la
numerología: Cuando tuvo a mi madre, la abuela anunció
que sería su último parto, pues había cumplido
cuarenta y dos años. Casi medio siglo después, a la
misma edad y en circunstancias idénticas, mi madre dijo lo
mismo cuando nació Eligio, su hijo número once.
Esa profusión de padres y madres, hijos y primos, tíos,
abuelos y fantasmas, formarían la base misma de su estilo
más conocido. Incluso en el ejercicio de bautizar: los
nombres de mi familia me llamaban la atención porque me parecían
únicos. Primero los de la línea materna: Tranquilina,
Wenefrida, Francisca Simodosea. Más tarde el de mi abuela
paterna: Argemira, y los de sus padres; Lozana y Aminabad. Tal vez
de allí me viene la creencia firme de que los personajes
de mis novelas no caminan con sus propios pies mientras no tengan
un nombre que se identifique con su modo de ser. Cuando los
trozos familiares se repiten en capítulos posteriores, por
momentos suenan justamente demasiado garcíamarquezcos,
en ese flujo de realidad vivida que son sus memorias.
LA
VIOLENCIA Y EL PERIODISMO. El segundo tramo inolvidable y vigoroso
del libro es el desencadenamiento de lo que llegó a conocerse
con el tiempo como la Violencia en Colombia, a partir
del asesinato callejero de Eliecer Gaitán, el 9 de abril
de 1948. Se trata de una obra maestra del reportaje con autor implicado,
en este caso. García Márquez estaba cerca del lugar
cuando alguien llegó corriendo a avisarle: Se
jodió este país me dijo. Acaban de matar
a Gaitán frente a El Gato Negro. Cuando llegó
también corriendo al lugar, con el supuesto asesino ya apresado,
vio o creyó ver a alguien de gris, formal y profesional,
alentando el desborde, la violencia, tal vez el auténtico
culpable incluso de la muerte (una fórmula o teorema que
se repetiría en casos como el de Kennedy o Luther King, en
la visión de otro escritor: James Ellroy).
También
le queda claro que la explosión salvaje, que teñiría
todo el resto del siglo colombiano, estaba claramente anunciada:
La expresión más tenebrosa del estado de ánimo
del país la vivieron aquel fin de semana los asistentes a
la corrida de toros en la plaza de Bogotá, donde las graderías
se lanzaron al ruedo indignadas por la mansedumbre del toro y la
impotencia del torero para acabar de matarlo. La muchedumbre enardecida
descuartizó vivo al toro. Numerosos periodistas y escritores
que vivieron aquel horror o lo conocieron de oídas, lo interpretaron
como el síntoma más aterrador de la rabia brutal que
estaba padeciendo el país.
Esa
catástrofe a la vez explosiva y lenta, que se extendió
a lo largo de años y años, golpeó la totalidad
del territorio como un desastre natural. Los propios familiares
tenían que enterarse por la radio de lo que había
pasado con los emigrantes del núcleo a otras ciudades, si
habían sobrevivido o no al tifón desencadenado. Los
García Márquez no quedaron tranquilos hasta saberlo
lejos del epicentro bogotano. Y a García Márquez no
le quedaron dudas sobre su importancia: En situación
tan rara, y a pleno sol, creo haber tomado conciencia de que aquel
9 de abril de 1948 había empezado en Colombia el siglo XX.
Lo había advertido sin que le hicieran falta frases como
la del maestro Zabala, uno de sus incontables guías:
Dime una cosa, Gabriel: ¿en medio de las
tantas pendejadas que haces has podido darte cuenta de que este
país se está acabando? Para ciertos sectores,
sin embargo, había sido un sacudón necesario, quirúrgico,
que por paradoja trajo de un golpe el futuro. En el útlimo
capítulo recorren la capital con un amigo: Las antiguas
ciudades de nuestros años no parecían de nadie sin
los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico
había perdido su grandeza en los espacios ganados por los
incendios. Ahora sí parece una gran ciudad, dijo
asombrado alguien que nos acompañaba. Y acabó de desgarrarme
con la frase ritual:
Hay
que darle las gracias al nueve de abril.
MANUAL
DE INSTRUCCIONES. En los dos planos, periodismo y literatura, el
libro está sembrado de verdades y falsas verdades de a puño.
Todo mezclado con la vida personal y general. En ese sentido se
parece a otro libro de autoanálisis y consejos de autor superexitoso:
Mientras escribo de Stephen King. En el mundo de los datos, por
ejemplo, García Márquez recuerda la fecha de su primera
aparición en un diario: en la página editorial de
El Heraldo de Barranquilla, el 5 de enero de 1950. O la época
en que escribía completo Comprimido, un microdiario, el más
pequeño del mundo, para leer en diez minutos, que murió
aplastado por la lógica económica: arrastraba
consigo el germen matemático de su propia destrucción:
era tanto más incosteable cuanto más vendiera.
En
el viaje con la madre, cuando ya está seguro de que quiere
ser escritor, confiesa: Cada cosa, con solo mirarla, me suscitaba
una ansiedad irresistible de escribir para no morir. De a
poco va aprendiendo no sólo el oficio sino también
el lugar donde situarse. Siempre lo hizo rodeado por familiares,
amigos y conocidos que le fueron posibilitando superar su timidez
y miedo al fracaso. El primer éxito lo tuvo en la familia,
cuando El Belga, un conocido, se suicidó; como jugaba al
ajedrez, el pequeño Gabito comentó El Belga
ya no volverá a jugar al ajedrez, y el abuelo encandilado,
su primer fan, se encargó de repetir la frase hasta el hartazgo.
Mucho más tarde, ante una crisis, un colega le dijo:
Tranquilo,
maestro. (...) Escribir como usted escribe sólo se explica
por una buena suerte que no la derrota nadie.
Mientras
tanto leía, leía y leía. En un hotel con un
calor de horno y la ventana cerrada con crucetas de madera devoraba
a William Irish. Con sus barras de amigos sucesivas esperaba desesperado
a los vendedores de novedades argentinas, que traían toda
la literatura reciente, moderna. Con Faulkner mantenía una
distancia cauta: lo rastreaba con un sigilo sangriento de
cuchilla de afeitar, por mi raro temor de que a la larga no fuera
más que un retórico astuto. Su propia obra demuestra
que no pudo impedir la invasión ramificada y ubicua.
Las
enseñanzas aprendidas a veces eran simples pero fundantes,
ante cruces inesperados: Para mí, compartir con un
mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la realidad.
Algún dato de estilo lo sacó de su hermana Rita, que
leía lecciones a la luz del alumbrado público para
no gastar en electricidad familiar: Muchas rarezas de mis
libros vienen de sus ejercicios de lectura, con la mula que va al
molino y el chocolate del chico de la cachucha chica y el adivino
que se dedica a la bebida. Un conocido le comentó a
su vez que la credibilidad dependía de la cara que uno pusiera
para contar. En otros casos había simples y llanas manias
personales: sí: soy un esclavo de un rigor perfeccionista
que me fuerza a hacer un cálculo previo de la longitud del
libro, con un número exacto de páginas para cada capítulo
y para el libro en total. Una sola falla notable de estos cálculos
me obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de
mecanografía me altera como un error de creación.
En
el periodismo descubrió las virtudes del reportaje, cuando
Elvira Mendoza fue a entrevistar para el diario a la recitadora
Berta Singerman. Maltratada por la mujer, se limitó a registrar
eso, que rodeaba al supuesto tema central, para revelar su
personalidad verdadera, (...) me puso a pensar por primera vez en
las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información,
sino mucho más: como género literario. Otra
enseñanza fue no respetar las reglas comerciales, de tiempo
y oportunidad, para lograr otra cosa, tal vez mejor. Como cuando
fue a cubrir un desastre natural y social en una localidad, más
de dos semanas después del momento de la noticia:
pude reconstruir la historia que no habría sido posible
en su momento por las inconveniencias y torpezas de la realidad.
A veces incluso evita el tema eterno del periodismo, buscar las
fuentes, para acceder a lo literario: La vida misma me enseñó
que uno de los secretos más útiles para escribir es
aprender a leer los jeroglíficos de la realidad sin tocar
una puerta para preguntar nada.
Desde
ahora, ya Nobel, exitoso y abundante, no deja de exhibir el orgullo
de alguien que persiguió largo tiempo (a veces sin saber
si lo lograría), la subsistencia con el trabajo: Desde
entonces no me gané un centavo que no fuera con la máquina
de escribir, y esto me parece más meritorio de lo que podría
pensarse, pues los primeros derechos de autor que me permitieron
vivir de mis cuentos y novelas me los pagaron a los cuarenta y tantos
años, después de haber publicado cuatro libros con
beneficios ínfimos.
LA
VIDA MISMA. Hay un registro colorido y minucioso del ambiente
periodístico, literario, de librerías, hoteles de
mala muerte, prostíbulos, lluvias y lloviznas (en la triste
Bogotá). El grupo de Barranquilla, las figuras
que lo fueron apoyando en su maciza trayectoria periodística,
los grandes monumentos fallidos y las figuras laterales inolvidables
aparecen en viñetas recortadas, a veces conmovedoras. Estuvo
en el cruce exacto de muchos caminos personales o históricos
que terminaron por ser clave de una época. Imperaba la abundancia
de talento y por lo tanto la competencia fascinante: En aquel
tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos
a otros que eran más jóvenes que nosotros. Las generaciones
se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales,
y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se
perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. Reconoce
que fuera del ámbito donde se movían él y sus
compañeros, teníamos una imagen de prepotentes,
narcisistas y anárquicos.
La
mirada más difícil, la que se dirige sobre sí
mismo, también trata de ser lúcida con el joven delgado
y ansioso de camisas multicolores: Era de una pobreza absoluta
y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una
altanería insoportable y una franqueza brutal. También
aparece la cara oculta de la inseguridad, en una sociedad que parecía
haber pisado definitivamente la cáscara de banana de la violencia:
No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque
estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle.
Los
relámpagos de vida posterior son breves, fugaces. El libro
reconstruye y recobra con la generosidad y la astucia de profesional
de un oficio el aparente tiempo perdido. De pronto la madre defiende
a su hijo querido de las acusaciones de exageración: Gabito
no engaña a nadie. Lo que pasa es que a veces hasta Dios
tiene que hacer semanas de dos años. Cuando el libro
termina, el lector cree captar un leve apresuramiento, un amontonamiento
de hechos, porque se acerca un cambio más, un viaje, en esa
vida de cambios. Pero en las últimas dos páginas,
con pericia maestra, García Márquez elige la figura
de Mercedes Barcha, su futura esposa, en la galería, esperando
siempre, inmóvil. Sigue de todos modos su camino, y le envía
una carta desde el aeropuerto. Cuando llega para una primera estadía
en Europa, la respuesta de ella lo está esperando. Ahí
se cortan las casi 600 páginas: con el suspenso de un folletín
romántico del siglo XVIII. Si siguen y mantienen la mezcla
de Vivir para contarla, se devorarán esos nuevos tomos sobre
la vida sucesiva. Si no, el final es recordable, con una nota aguda
de vida a punto de desplegarse en medio de la historia personal
y el mundo que la rodea. l
VIVIR
PARA CONTARLA de Gabriel García Márquez. Sudamericana,
Buenos Aires, 2002. Distribuye Sudamericana Uruguaya. 579 págs.
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