Crónica de un viaje al país de Sadam Hussein

El cielo sobre Bagdad

Amaro Gómez-Pablos, periodista de CNN con base en el Reino Unido, recibió el encargo de viajar a Irak. Este es el relato de su experiencia.

Amaro Gómez-Pablos, El Comercio de Lima, Grupo de Diarios América

A última hora, en Londres, doy con una guía turística de Irak. Es la única en toda la tienda. Las razones son obvias. El vendedor me mira con el rabillo del ojo, incrédulo, pero no me pregunta nada, haciendo gala de su discreción inglesa. El libro es de reciente edición, tiene un par de buenos datos culturales y muchas advertencias: es recomendable viajar ligero y sin bolsillos muy pesados.

Guillermo Galdos —camarógrafo, editor, productor y avezado compañero peruano de viaje— se ríe. Llevamos miles de dólares con nosotros y 12 maletas a cuestas; nos faltan manos para un teléfono vía satélite, luces, trípode, editora portátil, decenas de cintas, baterías y toda la parafernalia que asombraría a quienes piensan que en televisión el equipaje es proporcional a la brevedad de los informes. Por cierto, la gran suma de dinero es imprescindible para la oficina de CNN en Bagdad, en una nación donde Visa y American Express no son —todavía— salvoconductos. Cuestión de tiempo, profetiza la Casa Blanca. Su inquilino ha sido muy explícito en señalar el nuevo objetivo de su política: un cambio de régimen en Irak.

Cigarrillos y más cigarrillos. Tenemos la impresión de que algo de nicotina podría asfaltar nuestro viaje, agilizando relaciones desde el cruce de la frontera en adelante. Nuestro plan es manejar de Amman (Jordania) a Bagdad. Son 12 horas en auto por una carretera que se ha convertido en la tráquea de Irak. La imposición de draconianas sanciones ha asfixiado el país desde 1991 a tal grado que la mayoría de la población respira gracias a una ruta por la que se trafica de todo. Y contrariamente a nuestras suposiciones, la divisa más apreciada no es el cigarro. “Antibióticos”, nos dice Ahmed. Medicinas es lo que te pide el soldado raso o el civil en aduanas en los puestos de frontera. Ahmed lo sabe. Lleva ocho años organizando los convoyes de CNN hacia Bagdad. Por cierto, citando a un famoso periodista inglés, nuestra guía advierte que el camino es el más peligroso sobre la faz de la Tierra... pero no aclara por qué. Quizá se deba a que 12 aviones estadounidenses y británicos acaban de bombardearlo mientras sobrevolaban la llamada zona de exclusión aérea. Su misión es lanzar explosivos a instalaciones militares. Pero claro, no todas las bombas dan en el blanco en maniobras militares que después de diez años se han hecho rutina y que —según cálculos iraquíes— han cobrado la vida de más de 1.400 personas, en su mayoría civiles. Son los llamados daños colaterales, poco publicitados en la prensa occidental, pero conocidos por Ahmed, quien con una sonrisa nos despide diciendo que le sobran motivos para no acompañarnos.

En la puerta de Irak

Llegamos a la frontera de noche, al cruce de Trebil. El convoy de camiones es incesante, como plaga de orugas. Los que se dirigen a Jordania llevan petróleo y los que van en dirección opuesta transportan comida y medicinas. “Food for oil program” se llama en inglés el esquema de sanciones que impone Naciones Unidas limitando a cuotas la exportación de crudo iraquí y racionando también sus importaciones. “Pero al tiempo que la ONU castiga, muchos de sus personeros son oportunistas sin vergüenza”, me diría días después un indignado diplomático con años de servicio en Bagdad. Los funcionarios extranjeros reciben una bonificación de 3.000 dólares por venir a vivir acá y cobran otros 7.000 al mes, mientras atienden a una población que sufre por las mismas sanciones que ellos imponen y que ahora gana un promedio de cinco dólares mensuales. Cuarenta veces menos de lo que percibía un profesional iraquí en 1985. Si no fuera por el peligro de una invasión, Bagdad sería un edén financiero para algunos. Tres de los más altos representantes de la ONU, sin embargo, han renunciado.

Denis Halliday fue el primero. Puso fin a 34 años de servicio en el organismo internacional, donde culminó exitosamente como asistente del secretario general y jefe del Programa Humanitario de Irak. ¿Por qué se fue? “Se me instruyó para implementar una política que equivale a genocidio, que ha derivado en la muerte de más de un millón de individuos. Todos sabemos que el régimen no está pagando el precio de las sanciones económicas”. Meses más tarde renunciaría su sucesor, Hans Von Sponeck, y después lo haría la directora del Programa de Alimentos para Irak, la alemana Jutta Burghardt. Mientras unos dan por cerrada su carrera, nosotros apenas comenzábamos la nuestra: 11 días en Mesopotamia.

“A mí la guerra me viene muy bien”, me dice Ahmed, mientras maneja su camioneta a 180 kilómetros por hora, explicando cómo hizo más de 400 trayectos para CNN (y un monto equivalente en miles de dólares) mientras la capital era bombardeada en 1991. “Es poco profesional decir que no. Además, si no lo hago, pierdo los clientes”, dice. Bagdad le encanta porque no hay chicas con sida. El país se esmera en mantenerse hermético a la enfermedad, exigiendo un examen de sangre a todo visitante. “Hay sólo 30 o quizá 40 casos en todo el país y esos no durarán mucho, porque a los que están infectados los queman sin darles un tiro de gracia”, dice Ahmed. Es una inmunología curiosa que otros han aplicado al ámbito político para impedir cualquier pandemia subversiva. Los iraquíes solían matar a sus líderes. Hoy su presidente los mata a ellos. Desde que el socialista partido Baaz llegó al poder en 1968, unos tres millones de ciudadanos han sido ejecutados. Muchos otros han escapado. Un 15% de la población vive en el exilio, lejos del alcance de Sadam, pero siempre en su mira. Dos de sus yernos están en esa lista. “Pinochet es un activista de los derechos humanos en comparación”, me dice un periodista francés alojado en nuestro lugar de destino, el hotel Al Rasheed.

Enemigo al suelo

Para conciliar el sueño hay que pisotear el rostro de George Bush padre. El único acceso al hotel en Bagdad tiene un mosaico con su cara en el piso, el cual es ineludible. Se obliga a todos a una suerte de bautismo político-peatonal antiestadounidense al taconear el lema que reza: “Criminal internacional”. Elocuente bienvenida al Medio Oriente. Reaparecen rencores históricos tras el nuevo ultimátum de otro George Bush, el junior, presidente que ha prometido terminar con la labor inconclusa de su familia: el destronamiento de Sadam. Para varios resulta casi imposible vislumbrar una salida política a la crisis, porque Estados Unidos ha pedido la renuncia del mismo régimen con el que negocia.

“¿Cómo vamos a llegar a un entendimiento si la premisa estadounidense es que nos marchemos del poder?”, me comenta un miembro de la Cancillería iraquí.

Es poco probable que Sadam abandone sus ocho palacios después de vivir en ellos 22 años. Difícil es que se acoja a un exilio voluntario en Rusia o Argelia. Lo cierto es que ante la inminencia de una nueva guerra, la población parece entrampada entre un líder que no los representa y una superpotencia que no los valora. Y lo saben. Pero lo suyo, a ratos, parece resignación histórica, una suerte de entrega a la contingencia mientras se encomiendan a Dios. ¿Habrá paz? “In-shallah”, se escucha decir a gente encogida de hombros en las calles a sabiendas de que su destino es forjado por otros. No son ciudadanos. Son súbditos. Cuando se pregunta sobre algunas obras en construcción, la respuesta es que se trata de un regalo de Sadam al pueblo: carreteras, hospitales, viviendas o monumentos.

Visitas nocturnas

Cámaras detrás de los espejos. Micrófonos en las esquinas de nuestra habitación. El embajador de Venezuela se muestra muy discreto al llegar a nuestro hotel en Bagdad. Se nos explica que el único lugar donde uno se puede sincerar es en el auto. El off the record abunda en las naciones con miedo.

A eso de las cuatro de la madrugada me despierta la presencia de un hombre sentado en la otra cama de mi habitación, mirándome en silencio. “¿Qué hace aquí?”, le pregunto con los ojos entrecerrados. “Sorry, sorry”, es la respuesta en letanía mientras se marcha, una respuesta que también escucharía Guillermo —el camarógrafo peruano— con la presencia misteriosa de otro room service no deseado. “Es como la Unión Soviética en sus peores años”, acota un colega.

Mi impresión es que el gobierno se perfila como un régimen neoestalinista en el mundo árabe. No hay siberias ni gulags, pero sí abunda el desierto, la paranoia, el poder absoluto y la depreciación de la vida bajo un mantra político de grandeza que obliga a miles de iraquíes a marchar al frente para ensanchar las fronteras que su jefe quiera ampliar. Un millón de muertos en la guerra Irán-Irak. Otros 100.000 tras la invasión de Kuwait.

Hace un año, en las trincheras al norte de Kabul, en plena guerra de Afganistán, un oficial de la Alianza del Norte me comentó algo que nunca olvidaré: “La política exterior de Estados Unidos genera muchos Frankenstein, monstruos que tarde o temprano se transforman contra su creador”. En ese entonces la conversación giraba en torno de Osama bin Laden, acérrimo enemigo, por secular, del ahora también demonizado presidente de Irak, a quien la Casa Blanca consideró en otros años como uno de sus aliados más preciados.

Pretender casar ahora a Bin Laden con Sadam por ser árabes y antiestadounidenses es tan absurdo ideológicamente como el matrimonio político de Pinochet y Fidel por contrariar a Estados Unidos y ser ambos latinoamericanos. La corriente del wahabismo musulmán que postula Bin Laden está proscrita en Irak y quien la profese arriesga la vida, del mismo modo que Sadam ha sido declarado un apóstata por los fanáticos de Al-Qaeda.

No obstante, el líder iraquí es un musulmán devoto. En el Museo de Bagdad hay un Corán escrito con la sangre que donó al ritmo de medio litro anual durante tres años.

Monstruo a la medida

A propósito de Frankenstein, Sadam “es tan estadounidense como la creación de la Coca-Cola y el Oldsmobile”, según el periodista estadounidense William Rivers Pitt. De hecho, el líder iraquí fue instrumental a los intereses energéticos de la superpotencia cuando en 1979 sobrevino un cambio dramático en la región: la caída del sha de Irán y el consecuente auge del fundamentalismo, con el ayatollah Khomeni a la cabeza. En ese entonces, el dictador se convirtió en el muro de contención elegido para evitar la propagación de fanatismos religiosos y teocracias difíciles.

La ironía es que el mismo secretario de Defensa que hoy condena a Sadam, en 1983 lo elogiaba. En diciembre de ese mismo año, Donald Rumsfeld viajó a Bagdad para ofrecerle imágenes vía satélite, helicópteros de combate, misiles y —según nuevas revelaciones de la revista Newsweek— “bacterias y protozoos” para desarrollar armas bacteriológicas en su guerra contra Irán. El posterior uso de esas armas contra tropas iraníes y la poblacion kurda no suscitó gran molestia en el gobierno del presidente Ronald Reagan.

Kasem, nuestro chofer iraquí, fue veterano de esas batallas. Una esquirla le voló una oreja que le tuvieron que recoser. “Podría haber escogido una carrera artística, pero no soy ningún Van Gogh”, bromea. En el resto del cuerpo recibió otras dos balas. “De no haber sido evacuado por camaradas de armas habría quedado como un queso suizo”, acotan sus amigos. Desde entonces se ha retraído del mundo militar y se declara discretamente mudo cuando la discusión se torna política. Pero es nuestro guía clave. A Kasem le gustan las canciones de Shakira que salen en la radio FM pop que dirige Uday, primogénito de Sadam, y, como las melodías, conoce también los caprichos del régimen, empezando por el muy orwelliano Ministerio de Información sin cuya venia no podemos hacer nada.

La oficina de CNN y todas las otras grandes agencias de prensa cohabitan con sus censores al compartir el edificio. La paradoja es que también debemos pagar sus honorarios, desembolsando 150 dólares diarios para ser supervisados. ¡Tengo el recibo! Y aunque los funcionarios no revisan nuestros guiones ni reportajes, sí nos asignan los llamados “minders”, tutores de la prensa que nos acompañan y dicen dónde apuntar las cámaras.

El nuestro tiene el mismo apellido de su presidente. A Hussein le encanta Sevilla, las chicas morochas y el flamenco, aprendió a hablar el español en Andalucía y es algo suelto de cuerpo. Tiene colegas que hablan inglés, ruso, chino, francés e italiano. “Perdonen todos los inconvenientes, pero es mi trabajo”, nos diría al final de nuestra estadía, consciente de nuestros reparos con la burocracia, una invención iraquí que se remonta a los milenarios pueblos que habitaron Babilonia y que Sadam ha resucitado junto a otras tradiciones: dictar leyes como Hammurabi y vivir como Nabucodonosor.

Productor precavido, Guillermo siempre tuvo bajo la manga el Plan B. Por ejemplo, llevar cerveza en el auto para suavizar los ánimos y los muchos temores de funcionarios “que sólo siguen órdenes”. Y si las cosas se ponen más pesadas, echar mano de las pastillas para dormir. El plan más radical consistía en dejar a nuestro “minder” en estado de cansancio catatónico para que ni soñase con censurarnos. Pero lo cierto es que nunca fue necesario. Al salir a las calles de la capital con micrófono en mano, mi primera pregunta sería mi primera sorpresa.

El sentir de la calle

“¿Qué siente usted frente a la inminencia de una nueva guerra?, interpelaba en los bazares de Bagdad. La respuesta casi siempre me era devuelta con otra pregunta en tono de exclamación: “¿¡¿Nueva guerra?!?”, fruncía el ceño una señora. Después me aclararía el punto. “Para nosotros la guerra no puede ser nueva porque seguimos en la misma desde 1991. Los europeos y estadounidenses tienen la impresión de que terminó pero para nosotros el conflicto ha continuado. Ellos no saben que esta misma ciudad ha sido bombardeada cuatro veces desde 1991. Ignoran las sanciones que castigan nuestras vidas”. Una opinión que sorprendentemente comparten muchos iraquíes, ya sean simpatizantes o adversarios de Sadam. Algo que Guillermo y yo constataríamos a lo largo de todo nuestro viaje.

¿A qué se debe la amenaza de más bombardeos? “Nafot, nafot”, es la palabra que se balbucea en las calles. Significa petróleo. La fuente de su riqueza es también el grifo de sus desdichas. Para muchos el magma negro en el subsuelo iraquí es la verdadera arma de destrucción masiva. Solo Rusia, Francia y China —todos ellos con asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU— tienen contratos de explotación del recurso. Las grandes compañías de petróleo estadounidenses o británicas no tienen participación alguna en el desarrollo de las segundas mayores reservas de crudo en el mundo. “¡Irak es el gran premio!”, me dice un entusiasta Lowell Feld, analista de mercados energéticos para el Departamento de Energía de Estados Unidos y el encargado de elaborar sus proyectos. “Hay decenas de compañías salivando por una cuota de su mercado una vez que las sanciones económicas se acaben. Pero con Sadam en el poder no veo posible la participación de empresas estadounidenses”, añade.

En Bagdad desconocen la Doctrina Martini, el apodo que ha recibido la política de Bush en círculos ingleses por su afecto a la guerra “en cualquier momento, en cualquier lugar y de cualquier modo”. Y porque al igual que a James Bond, a Bush, en materia de relaciones internacionales, le gusta “shaken, not stirred”. Una filosofía que al ser aplicada a Irak hay quienes temen pueda revolver las estructuras de todo el Medio Oriente con impredecibles consecuencias.

País partido en tres

“El afán de una invasión no es democrático”, concluye Jamil, un musulmán chiíta que como tal representa a la vasta mayoría de los iraquíes que accedería al poder si llegasen a haber elecciones abiertas en el país. Constituyen cerca del 70% de la población. El problema para Estados Unidos es que los chiítas tienen muy fuertes lazos de unión con otro país en la lista del Eje del Mal: Irán. Religión y petróleo es una mezcla demasiado volátil para la superpotencia, la que históricamente ha favorecido a la minoría sunita que representa Sadam, enemigo de las repúblicas islámicas. Y el gobierno de Turquía, cuyas bases militares serían utilizadas en un eventual ataque, no tiene interés alguno en que los kurdos —el tercer grupo étnico de Irak pero también parte importante de la población turca— puedan “autodeterminarse”. El temor de algunos observadores internacionales y de la gente local es que el país termine desgajado en tres: con kurdos en el norte, sunitas en el centro y chiítas al sur.

¿Tiene Sadam armas de destrucción masiva? Lo más probable es que sí, aunque tanto el servicio de inteligencia de Estados Unidos como el de Gran Bretaña adolezcan de buena evidencia incriminatoria, según el estadounidense Scott Ritter, quien durante siete años realizó inspecciones para las Naciones Unidas en Irak. El ex oficial de inteligencia militar fue expulsado del país en 1998, pero asegura que durante su gestión, entre un 90 y 95% de las armas fueron destruidas. “El restante no necesariamente constituye un riesgo”, dice. El gas sarín o tabún que puede haber sido escondido tiene una vida útil de cinco años, por lo que ya no sirve. El ántrax germina en tres años. Con ello Ritter descarta “como retórica política” las más recientes acusaciones contra el régimen iraquí y aunque se opone a una guerra, es partidario de que vuelvan los inspectores.

Chernobyl iraquí

Kasim Ahmal es un profesional de las armas, pero al igual que Ritter, el coronel iraquí no quiere más guerra.

Nos ha llevado hasta la frontera con Kuwait para ver un cementerio de tanques, allí donde murieron miles de sus camaradas atrapados en corazas metálicas mientras explosivos de uranio empobrecido penetraban el blindaje de sus vehículos. Aquellos cuerpos, aquellos gritos, se han desvanecido en el desierto.

Hoy sólo se ve un campo con grandes cáscaras de acero, las trompas oxidadas de los tanques.

Guillermo y yo nos ponemos las máscaras

Hemos sido advertidos de que el lugar es radiactivo, el llamado Chernobyl de Irak por los restos de uranio aún presentes, 11 años más tarde. Un polvo que el aire y rebaños de ovejas han transportado a comunidades, invadiendo a la población civil en tiempos de paz con cáncer, partos prematuros, irreconocibles deformaciones congénitas y esterilidad.

La misma secuela de padecimientos que paradójicamente sufren muchos veteranos estadounidenses y británicos que tuvieron el infortunio de encontrarse a contraviento cuando impactaban sus proyectiles.

He entrevistado a varios en el pasado, y lo curioso es que en su agonía compartida han forjado lazos de hermandad con quienes antes eran sus adversarios. El dolor une.

En la majestuosidad de la pétrea ciudad de Ur, Dhief se declara resquebrajado. Es el cuidador de la vieja urbe de los sumerios, a unas seis horas al sur de Bagdad, allí donde nacieron la escritura, la astrología, la matemática, el profeta Abraham, la división del reloj en unidades de 60, el concepto del cero y de donde proviene, también, el Dios del Viejo Testamento. Guillermo y yo estamos anonadados. Los avatares de la política internacional nos han llevado a la cuna de nuestra civilización, en plena Mesopotamia. Subimos por las escaleras del zigurat, una enorme pirámide con un templo en su vértice.

Desde esas alturas se ven, a lo lejos, algunas bases militares iraquíes, una que otra batería antiaérea, piezas de artillería dispersas en el desierto.

Estamos en el corazón de la zona de exclusión aérea, en zona de combate, bajo cielos patrullados por cazabombarderos de Estados Unidos y Gran Bretaña, cuyo zumbido se escucha casi a diario.

No deja de ser una ironía histórica que aviones de las potencias occidentales bombardeen las mismas tierras que forjaron su cultura hace 6.000 años.

Guillermo guarda silencio. Yo también. Dhief, en tanto, sólo mira el cielo... al igual que 22 millones de iraquíes. ©

El Cáncer hace estragos en La niñez iraquí

Samia Nakhoul, Reuters

Si el presidente George W. Bush cree que los iraquíes recibirán con brazos abiertos a sus tropas, podría llevarse de una desagradable sorpresa.

No importa cuánto miedo tengan para decir lo que piensan bajo el despiadado gobierno de Sadam Hussein, sus sentimientos de profundo odio hacia Bush son muy claros. Ellos perciben a Estados Unidos como el responsable principal de las sanciones que han destruido a su economía y sus vidas, alguna vez prósperas, y lo acusan de causar la muerte de unos 1,6 millones de niños y de la desnutrición y enfermedades de muchos más.

Los iraquíes están enfurecidos por las privaciones que padecen y por la humillación de haber regresado a una era pre-industrial.

Esos sentimientos son más evidentes en el hospital pediátrico Mansour, donde numerosos niños mueren de cáncer, que los médicos atribuyen a efectos de la guerra del Golfo de 1991.

“¡Mire! Estos son los niños de Irak”, dijo Nouhad Abdel-Amir, apuntando a la sala de pacientes de cáncer, repleta de niños frágiles sin cabello, muchos inconscientes, y recibiendo suero.

Nohuad abrazaba a un bebé de un año cuyo brazo había sido amputado para detener el avance del cáncer, a falta de una inyección que los médicos dicen está prohibida por el comité de sanciones de la ONU, el cual alega que tiene un uso doble, o sea que también puede ser usada en la esfera militar.

“Esto es lo que los estadounidenses nos hicieron. Este es el efecto de todas las bombas que nos lanzaron. Está apareciendo ahora. Es culpa de Estados Unidos que nuestros niños estén muriendo”, dijo Najate Salem, cuyo hijo, Mohammed, de 5 años, tiene cáncer de estómago.

Investigaciones médicas internacionales han reportado un dramático incremento en los casos de cáncer, deformidades genéticas y anormalidades en los niños iraquíes nacidos después de 1991, especialmente en el sur, donde tropas estadounidenses y británicas dispararon municiones con uranio empobrecido, al igual que las fuerzas iraquíes expulsadas de Kuwait.

“La guerra del Golfo es el único indicador para el aumento del cáncer en Irak. La tasa de cáncer ha aumentado cinco o siete veces más que antes de 1991”, dijo Loua’i Latif Kasha, director del hospital Mansour, con capacidad para 300 personas. El médico dijo que los bombardeos estadounidenses a plantas potabilizadoras, y el colapso de los sistema de salud e higiene, así como el embargo, que ha dificultado la importación de medicinas, han conducido a un drástico aumento en los casos de cáncer entre los iraquíes, fundamentalmente los niños.

“Además, la contaminación de la radiación de bombas de uranio empobrecido por sí misma causa cáncer a las tiroides y leucemia”, dijo Kasha, quien recibió entrenamiento en Londres.

En el hospital Mansour, padres desesperados velan por sus hijos y esperan un milagro. Sin éste, muchos morirán porque las medicinas necesarias no están disponibles.

El programa de petróleo por alimentos de la ONU incluye suministros de ayuda humanitaria para aliviar el impacto de 12 años de sanciones pero estos no cubren la enorme demanda.

Muchos padres, originalmente de pobres provincias en el sur, han vendido bienes y muebles de sus hogares para comprar los caros medicamentos. “Vendimos todo lo que teníamos para conseguirle la medicinas. No nos queda nada, excepto nuestros colchones y él está muriendo“, dijo Camila Mohammed, cuyo hijo Ali, de 6 años, tiene cáncer de riñón.

Durmiendo en colchones desnudos y sucios en habitaciones malolientes, los niños, sin cabellos, con sus rostros amarillentos y ojos tristes escuchan a sus padres desatar toda la ira contra Estados Unidos. “Ruego a Dios que golpee muy fuerte a Estados Unidos porque un golpe de Dios es mucho más fuerte que el de un ser humano. Quiero que ellos sufran como nosotros estamos sufriendo. Ellos son la razón de nuestra miseria”, dijo Kazema Tshaloub, de 30 años.

Odien o amen a Hussein, su ira estaba dirigida fundamentalmente contra Washington. Muchos de ellos, provenientes de áreas que presenciaron una insurrección contra Hussein tras la guerra del Golfo, desconfían de las declaradas intenciones de Bush de poner fin a los 23 años de gobierno de Hussein. Y recuerdan que el padre de Bush, el ex presidente George Bush, alentó a los chiítas en el sur y a los kurdos en el norte a rebelarse contra Sadam tras la guerra del Golfo, pero hizo poco por ayudarlos.

“Bush aún quiere hacernos más daño”, dijo otra madre, Ghaziya Rasheed. “¿Qué más quiere? ¿Hay algo que no haya hecho? ¿Toda la destrucción, las sanciones y enfermedades no son suficientes? ¿Qué le hemos hecho? No le hemos hecho daño ni lo hemos atacado”.