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Felisberto
Hernández (1902-1964)
Fracasos
y triunfo final de un escritor
Elvio
E. Gandolfo
VIVIÓ
62 AÑOS. Nació y murió en Montevideo. Pero
registró y viajó mucho por una zona precisa (o imprecisa)
de Uruguay y Argentina: los pueblos del interior del país.
Incluso tuvo su viaje "artístico" a París,
aunque muy "a su aire". Hasta los 38 años fue básicamente
pianista. No sólo intérprete sino también compositor.
Ejercía plenamente: estaba vestido de pianista, estudiaba
mucho no sólo el instrumento, sino cómo poner el cuerpo
y las manos en el escenario, cómo actuar. Casi como una travesura,
fue publicando sus cuatro famosos "libros sin tapa". Pero
allí estaba, claro y nítido sin que él mismo
lo supiera, su proyecto futuro. A veces la literatura opera como
una máquina que preanuncia gustos y disgustos de ese futuro,
facilidades y dificultades. En 1925 escribió: "Esta
maravillosa trampa, en vez de queso tiene un pedazo de jugosa carne
chorreando sangre: me casé y tengo hijos." En el futuro
le costaría tanto permanecer mucho tiempo casado como el
tema de los hijos (en su caso hijas) aunque en las fotos aparecen
distendidos tanto ellas como él. Lo que le costaría
siempre, más que vivir, sería ganarse la vida.
A la
larga se concentraría en saber qué pasaba en la mente
cuando uno quería recordar. Lo haría más en
la imposibilidad de recobrar que en la reproducción de la
mirada infantil. Poco a poco, después de la muerte de su
padre, dejaría no sólo el piano sino muchas otras
cosas a cambio de la atención concentrada, de la mirada abstraída
en lo que quería expresar, siempre en fuga, un borde entre
la realidad y el pensamiento, entre el individuo siempre haciéndose
y deshaciéndose y las necesidades materiales del cuerpo.
Desde siempre supo que eso exigía un costo. Un escrito previo
al "salto a la escritura" lo decía: "Hace
tiempo que tengo una idea. Y como hace tiempo que tengo una idea,
me recluyeron. Ahora estoy mejor. Pero estoy mejor por otra cosa:
No porque me vaya curando de esa idea, sino porque ahora voy a poder
realizar la idea." Por las dudas, aclaraba: "Cualquiera
de los locos que hay aquí, tienen una idea fija. Pero yo
soy un loco que tiene más bien, una idea movida." De
todos modos aunque llegó a temer el encierro sin regreso
en la obsesión, en no poder volver al "mundo",
nunca fue loco.
Ese
texto tenía un título de aspecto inseguro: "Tal
vez un movimiento". Pocas cosas parecen más móviles,
inseguras o dispuestas a fugarse que la literatura de Felisberto
Hernández. Pero tuvo una claridad lúcida y vigorosa
para saber qué quería y perseguirlo. Por el camino
trató de ser esposo, amante, padre, concertista, incluso
famoso. Pero fallan los numerosos adjetivos que críticos
o analistas le aplicaron para tratar de definirlo y que suenan siempre
(ante la realidad inconmovible de la obra) como abusos de confianza:
niño, perverso, incierto, desprolijo. A menudo parecen querer
ayudarlo, reformarlo, educarlo, psicoanalizarlo, corregirle el estilo,
a ese hombre que luchó a brazo partido, con tenacidad demoníaca,
por llegar a eso que quería alcanzar. Un movimiento clave
de su obra es el vaivén. Ante él muchos parecen estar
de vuelta; a él lo fascina estar en movimiento, yendo y viniendo,
volviendo, para ver mejor.
Como
en otras obras maestras, el camino de ese esfuerzo (que fue su tema)
lo colocó en un sitio compartido apenas con media docena
de nombres más en la literatura que se ha escrito en castellano.
Jamás despreció la anécdota, él que
quería ser memorialista y terminó metido en los entresijos
del funcionamiento de la memoria. A diferencia de Proust, no tuvo
un cuarto acolchado donde refugiar la enfermedad física.
No tenía un lugar fijo para escribir: escribió en
la casa del "Pelado" (su querido hermano Ismael), en la
de Paulina Medeiros (su amante), en París, en un sótano
de Reina Reyes. Siempre mezcló la búsqueda con trabajos
fastidiosos y mezquinos: escuchar tangos (que odiaba) durante años
en A.G.A.D.U., algo que, si no lo fue, parece la venganza con que
el pequeño poder de escritorio trata de doblegar el talento
a su mediocridad, a su medida.
TEXTO
Y CONTEXTO. En parte ese movimiento un poco magisterial, un poco
"desde arriba" de los que lo miran señalando fallas
o sospechando trampas o símbolos, porque no ven, tiene que
ver con la tendencia de sí mismo a definirse con palabras
que lo facilitan. Recordaba que se sintió en un momento "un
vagón desenganchado de la vida". O pensaba desde el
presente en dos compañeros del pasado: "Casi diría
que desde chicos ya se veía que iban a ser personas mayores.
En cambio yo me quedaría menor para toda la vida." O
si un amigo (de adolescencia, casi infancia, recalquemos) pretendía
ponerles a sus compañeros dos trajes posibles: de vivo, o
de bobo, Felisberto Hernández podía sentir los inconvenientes
de uno, y las aparentes ventajas del otro: "para sus intimidades
pensarían que ser bobo era una desgracia sin compensación
y que ser vivo era el principio más importante del hombre,
era más que tener salud, era ser capaz de no carecer de nada
y hasta daba más orgullo que la valentía." Una
vez que avanzó en la conciencia esquiva de lo literario,
no fue astuto ni bobo. Fue lo que era, inequívoco.
Como
escritor, Felisberto Hernández sería cualquier cosa
menos "vivo", terminaría por ser uno de los vagones
mejor enganchados del tren del lenguaje, y un adulto a carta cabal.
No sólo tenía bien claro que le interesaba recorrer,
incluso hasta perderse, el camino para alcanzar algo muy difícil,
sino también lo que quería evitar: la seriedad, la
falsedad. Como otro auténtico de Uruguay, Juan Carlos Onetti,
lo sacaría de quicio cualquier cosa que lo apartara de la
fidelidad a sí mismo. Aunque el otro tenía la leve
ventaja de ser existencial, urbano, faulkneriano, un poco más
ubicable.
No
era el momento adecuado, desde el punto de vista de cierta consagración.
Los nombres nucleados en el semanario Marcha, la tan citada "generación
del 45", amaban ser maestros, lúcidos, gente que sabía
y aplicaba ese saber con afán. Así se equivocaron,
por ejemplo, tanto Emir Rodríguez Monegal, como Carlos Martínez
Moreno. Más tarde tanto Ángel Rama como José
Pedro Díaz lo entenderían mejor, pero el clima general,
aumentado por el carácter "de derecha" de Hernández
(un dato que bastaba y sigue bastando, tanto tiempo después,
para descalificar una obra, cualquiera sea su calidad) siguió
incólume durante décadas. Es un "modo de ser
uruguayo" que Felisberto supo ver como nadie, algo progresivamente
más perdonable a medida que el futuro, el deterioro y el
empobrecimiento cultural fueran alcanzando mayor peso.
Ese
problema de la crítica convertida en canon, en imposición
no sujeta a duda, también estaba claro para él: desconfío
de los que en estas cuestiones pretenden saber mucho, claro y seguro,
había escrito. Y también: "No hay cosa que me
haya parecido tan mal como los que simplemente 'quieren' escribir
por vanidad (...) porque les gusta suponerse, verse escritores,
según modelos que han visto. He rechazado definitivamente
dedicarme a escribir en forma crítica, puramente consciente,
porque me horrorizan los que veo en ese estado."
Tampoco
dudaba en cuanto a su estilo. Lo fastidiaba extraordinariamente
cuando algún corrector le "tocaba" los textos para
adecuarlos al castellano que "se debe" escribir o hablar,
ése que tanto pesa cuando se dice de alguien: escribe bien.
Por una parte llegó temprano a la conclusión de que
"si quiero asunto tengo que meterme en la vida". Pero
después quería ser fiel a esa vida, sobre todo en
las palabras. Tenía claro que no era el único que
sentía "que cuando un cuento mío ha sido transportado
a un español literario y castizo por los correctores, ha
perdido mucho."
AMIGOS
Y FAMOSOS. Se divirtió mucho y divirtió a los demás.
Era reconocido en las reuniones por su capacidad para contar chistes.
Lo que le llaman "entrador". Puede argumentarse acerca
de la timidez que esa capacidad encubría, pero también
puede discutirse. Los testimonios de quienes lo conocieron y frecuentaron
exhiben una clara alegría y satisfacción de haberlo
hecho. Algunos incluso lo comprendieron desde un principio. Los
famosos son nombres cruciales de la época: José Pedro
Bellán (que fue su maestro en primaria), Carlos Vaz Ferreira
(que lo ayudó a consolidar su modo de ver), después
Zum Felde. Y Jules Supervielle, que supo reconocer el valor intuitivo
con que Felisberto eligió lo que después sería
clásico en Por los tiempos de Clemente Colling, y que influyó
en la estructura de Nadie encendía las lámparas, un
libro que dentro de la literatura latinoamericana sólo tiene
parangón en Los desterrados de Quiroga o Ficciones de Borges,
como conjunto de ficciones cortas. Tanto Por los tiempos de Clemente
Colling, como "Menos Julia", "Nadie encendía
las lámparas", "El cocodrilo", "El acomodador"
o "La mujer parecida a mí" son logros contundentes,
redondos, verdaderos "cross a la mandíbula" expresivos.
La crítica ha preferido demorarse largamente en "La
casa inundada", El caballo perdido (donde el caballo apenas
pasa, mientras que en "La mujer..." directamente es el
que narra. Por otra parte tanto "La casa..." como en especial
"Las Hortensias" son los textos más concientemente
raros y "armados". Las trampas las iba dejando como sin
darse cuenta, o avisaba. De poco ha valido que cuando dio una explicación
de sus cuentos (un gesto a contrapelo de su inclinación)
pusiera el cartel: falsa. Igual fue analizada una y otra vez.
Junto
a esos grandes y otros admiradores (Susana Soca, Roger Caillois,
Carlos Mastronardi, después Calvino y Cortázar) estuvo
el nutrido grupo de amigos que lo acompañaron siempre, y
que le ayudaron (en su etapa musical) a encontrar el magro, a veces
magrísimo trabajo, que a la vez le permitía reunir
algún dinero y lo mantenía alejado de su familia.
Tanto Venus González Olasa como Lorenzo Destoc le conseguían
al menos la posibilidad de hacer "espectáculos cultos"
con Yamandú Rodríguez, o conciertos provincianos donde
él tenía que encargarse de todo: desde reunir a la
gente "culta" o "inquieta" hasta escribir comentarios
en la prensa. Entre los fieles amigos estaban "los Cáceres",
o los integrantes de la peña del bar Sportman (Gil Salguero,
Carlos Benvenuto, Julio y José Paladino, y otros que, como
él, no peleaban "demasiado por la perra-diosa de la
celebridad").
La
figura del mal proveedor ya lo signaba desde la figura paterna,
con frecuencia endeudado, que murió probando una y otra vez
formas de salir, sin lograrlo nunca del todo. Era plomero y constructor,
algo tan común como el apellido. Una escena conmovedora y
patética a la vez los une ante el fracaso de la "salida
universitaria": "No tuve necesidad de dar el examen oral.
Casualmente fui el primero cuando nombraron los eliminados del escrito.
Mi padre me había comprado unas cuantas corbatas para regalármelas
si salvaba; pero tuvo que dármelas para consolarse de la
vergüenza. Recuerdo el momento en que me las entregó:
yo lloraba montado en un baúl detrás de una cortina."
La
mirada puesta en el límite y no en los territorios mismos,
también tenía que ver con la angustia, que él
mismo fecha en su viaje fuera de Montevideo con "el Mandolión".
Ahí supo que esa angustia le duraría toda la vida.
Más tarde la expresaría con una densidad que estremece:
"Mi angustia se movía lentamente y llenaba un espacio
desconocido de mí mismo. Yo ya no era un cuarto vacío;
más bien era una cueva oscura en cuyo fondo de paja húmeda
y en un ambiente de viscosidad cálida, se movía una
boa que despertaba de su letargo."
RODELÚ.
La figura de su maestro de armonía, Clemente Colling, lo
fascinó hasta dedicarle uno de sus mejores libros, aunque
las primeras 30 páginas están dedicadas a otros recuerdos.
Era ciego (como lo fueron "el Nene", que lo llevó
al piano, o el harpista de "El cocodrilo"), era pobrísimo,
y era sucio, impresentable. Por eso mismo lo quería, por
su forma de hablar (con palabras castellanas acentuadas en francés),
y por eso mismo era un modelo a evitar y un destino probable. Lo
descubriría en la época más definida y elegante
de su cuerpo, su cara y su "pinta": el pianista de frac,
con las manos en alto, delgado con algo de Buster Keaton primero,
de Harold Lloyd después. Luego el cuerpo alcanzaría
una cierta madurez robusta (en el retrato "de estudio"
con Amalia Nieto, por ejemplo), después perdería el
control. Sería la época en que la pobreza lo obligaba
a comidas "prestadas" en el hospital Vilardebó,
ya célebre por su pasión por las papas fritas y los
numerosos huevos fritos. No en vano dejó inconcluso un último
texto, escrito en el sótano que le acomodó Reina Reyes,
"Diario del sinvergüenza", donde ese sinvergüenza
era el cuerpo, y "ella" la cabeza. Alguien que lo conoció
en esos años lo recuerda sin embargo dueño "de
una paz bonachona (...), una especie de paz perpetua".
Tuvo
el destino repetido del creador de excepción en el Uruguay:
la penuria. A esta altura cuesta distinguir si hubiera sido mejor
un "éxito" en el sentido convencional. Juan Carlos
Onetti logró esquivar esa penuria al insertarse en España,
por carambolas de la historia. Leído desde aquí, desde
Uruguay, a la obra de Felisberto Hernández se agrega una
inevitable cuarta dimensión, porque lo caló como nadie.
Decía por ejemplo que aquí la sonrisa se suspende
"cuando los labios se amontonan alrededor de la bombilla del
mate amargo." O describía así la subcultura de
la propina en "El acomodador": "Al detenerme extendía
la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre
esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza
con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo
lo superior que era yo".
Dicen
que, para bien o para mal, como el Uruguay no hay. Como Felisberto
Hernández, tampoco.
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