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Publicado
en Quepasa, el sábado 20 de julio
DIEZ
HORAS Y MEDIA A DISPOSICION DE LA JUSTICIA URUGUAYA
Siéntese
ahí y espere un momentito
Las
horas que se suceden. Un juez que no tiene rostro. Estar citado
a un juzgado puede ser una pesadilla.
GABRIEL
SOSA
LA
CITACION dice lacónicamente que hay que presentarse a la
una al Juzgado Penal de Sexto Turno, en Bartolomé Mitre y
Buenos Aires. Claro, dice mi abogada, a todos los citan a la misma
hora. Preparate para el plantón.
"Todos"
a los que se refiere la abogada son una cincuentena larga de personas,
entre citados, testigos y abogados. No se permiten acompañantes,
por lo que todos los presentes tienen algo que hacer con la Justicia.
A primera vista es fácil diferenciar a los abogados de los
simples mortales, ya que todos ellos llevan un maletín o
un montón de papeles y una agenda de cuero. Entre las abogadas
se ven varias, las más jóvenes, que parecen salidas
de un capítulo de Ally Mc Beal, son idénticas y es
de suponer que a la moda chaquetas a media pierna y entalladas.
Los abogados más jóvenes se visten de saco y corbata
y se engominan el pelo, perpetuando un estilo que ya es clásico
desde la Facultad de Derecho.
Diferenciar
a testigos de citados ya es más difícil. Todos, sea
por lo que sea que están ahí, tienen parecida cara
de despiste. Ocurre que no es fácil saber qué está
pasando, al menos para aquellos a los que no acompaña su
abogado.
Al
llegar al edificio de Bartolomé Mitre, ese que tan a menudo
se ve en los informativos de la televisión, nada parece muy
distinto a cualquier trámite burocrático común,
ni siquiera el detector de metales ubicado ante el ascensor, que
no para de sonar insistentemente cuando cada persona pasa por debajo,
ante la indiferencia del policía de guardia. Todo comienza
de manera parecida a ir a un liceo a anotarse para un examen, a
la Intendencia a pagar una multa o a sacar el carné de salud.
Unas paredes despintadas, un suelo gastado escrupulosamente limpio,
un salón grande lleno de sillas de cármica puestas
en filas, y una cola formada frente a una mampara con una pequeña
ventanilla-mostrador, que junto a una puerta cumple el cometido
de separar a los citados de lo que hay del otro lado del pasillo,
de la Justicia.
Se
le entrega el citatorio a la funcionaria que está en la ventanilla,
ella lo mira para asegurarse de que uno no venga un día incorrecto
o por gusto, y sin levantar los ojos dice: "Muy bien, siéntese
y espere un momentito que ya lo vamos a llamar por el nombre".
A las
13 horas y 10 minutos ya se está a disposición de
la Justicia. El citado llega a tiempo, pero hasta muy poco antes
de las 14 puede escuchar cómo los abogados comentan en voz
baja la llegada de tal o cual juez. No hace falta mucho tiempo para
darse cuenta de que las sillas no son cómodas.
La
habitación donde hay que esperar consta de lo siguiente:
Las
ya mencionadas sillas, suficientes para todos los presentes gracias
a que la gran cantidad de agentes policiales citados a declarar
prefieren quedarse de pie junto a las escaleras, afuera del recinto.
Unas
plantas ornamentales.
La
puerta del baño.
La
citada mampara.
Otra
puerta, cerrada hasta alrededor de las 13:30, con un dispensador
de números a su lado y un cartel que dice "Medicina
forense".
Ventanas
que dejan ver una amplia perspectiva de la calle Buenos Aires, de
las ruinas del Solís y del ángulo de la Plaza Independencia.
Carteles
de "Prohibido fumar".
Una
funcionaria policial de guardia.
Un
teléfono público de tarjeta.
Cincuenta
personas (aproximadamente), con distinto grado de ansiedad.
Que
la Justicia es lenta es cosa sabida. Averiguar qué tan lenta
es otro asunto. En marzo, la revista Tribuna del Abogado, editada
por el Colegio de Abogados, publicó los resultados de una
encuesta llevada a cabo en los diferentes juzgados de Familia y
Trabajo (no Penales, como el de Sexto Turno), donde se hacían
públicos los plazos promedio que cada sede judicial se tomaba
en las diversas etapas de los procesos. Las conclusiones de la investigación
revelaban "la existencia de serias deficiencias en el sistema
de administración de justicia, y sobre todo de importantes
diferencias entre distintas sedes judiciales que no tienen justificación".
También
se hacía notar que "a pesar de que los expedientes son
públicos, y que la encuesta contaba con el conocimiento y
la autorización verbal de la Suprema Corte de Justicia, como
así también con el conocimiento previo de la Asociación
de Magistrados del Uruguay, no existió la comprensión
necesaria, y se negaron los datos".
Como
pasa siempre que hay un grupo de gente heterogéneo, no es
difícil identificar caracteres distintivos. Hay un hombre
mayor, de 60 años largos, sin abogado que lo acompañe
y filosóficamente sentado junto a una columna. Un grupo de
jóvenes expansivos, vestidos con impersonal ropa de marca,
se expande despreocupadamente junto con su abogado, joven, de saco
y corbata y con tanto gel (es dudoso que sea gomina) en el pelo
como para que Gardel no se sintiera despeinado por varias semanas.
Tres muchachas muy vistosas se pasean lánguidamente por la
sala, atentamente observadas de reojo por los jóvenes expansivos,
su abogado y por varios otros citados.
También
observa a las mujeres, en particular a una de pelo negro hasta la
cintura y un discreto tercer ojo tatuado en el entrecejo, un abogado
joven y delgado sumamente cinematográfico, cuyo traje hace
juego con el buzo de cuello de tortuga que lleva debajo y que se
las arregla, a pesar de llevar maletín en una mano y botella
de Coca Cola en la otra, para de vez en cuando y como al descuido
acomodar con un gesto el rebelde mechón que le cae sobre
la frente.
Una
abogada joven, rubia y con la consabida chaqueta entallada, parece
no encontrar a su cliente, habla permanentemente por su celular
y de vez en cuando se dirige a la masa preguntando si alguno de
los presentes es Fulana de Tal. Parece que el hermano de Fulana
está detenido incomunicado, y Fulana tiene que venir para
firmar el permiso que habilite a la abogada a ser su defensora,
caso contrario se le adjudica un defensor de oficio y eso, parece,
podría ser calamitoso para la posteridad del hermano de Fulana.
Oigo
que varios de los presentes están relacionados con el negocio
del incienso, si es que tal cosa existe. Al parecer algo está
pasando con el negocio del incienso. Los jóvenes expansivos
están relacionados con un conocido local nocturno, y con
el estado de coma (¿accidente? ¿golpiza? ¿drogas?)
de un conocido músico local, y la mayoría están
citados como testigos. El señor mayor fue denunciado por
un asunto familiar por su ex mujer, despechada porque la dejó
hace un tiempo y vive con otra. En el fondo del salón están
sentados juntos una barrita de siete u ocho, digamos, muchachones,
como salidos de la hinchada de algún cuadro de fútbol.
Al poco tiempo de llegar, casi todos ellos son introducidos por
la puerta que da a la Justicia. Los dos que quedan son citados luego
y vuelven a salir. Los cinco o seis primeros no vuelven al salón,
y eso es importante para otra gente que también está
presente.
Pasadas
las 13:30 se abre la puerta del consultorio forense y un hombre
de túnica grita "UNO". Una mujer, aparentando decisión,
entra a la habitación y sale pocos minutos después.
"Dos", grita el hombre, y aparece otra mujer, que duda,
pregunta algo y finalmente entra. Sale casi enseguida. El tercero
es un hombre de unos 50 años, que camina con dificultad.
Por el momento no hay un cuarto, pero a lo largo de la tarde van
a aparecer otras personas, todas ellas mujeres. Algunas humildes,
vestidas con calzas, buzos de algodón y camperas de nailon.
Otras con traje sastre, polleras hasta los tobillos y chaquetas,
incluso chaquetas entalladas hasta media pierna. Algunas llevan
lentes de sol grandes, protectores. Algunas están acompañadas
por un agente policial, otras están solas. Algunas están
decididas, como la primera que entró, otras vacilan, bajan
los ojos, preguntan. Algunas parecen indiferentes, hasta aburridas,
otras tienen expresiones extrañas en el rostro. Algunas se
van en cuanto salen del consultorio, otras tienen que quedarse,
con lo que sea que carguen encima, entre la masa de los citados,
ya y por todo lo que dure la espera menos anónimas de lo
que deberían poder ser.
Un
joven expansivo ve a un conocido en el salón. Lo saluda expansivamente,
y recibe el mismo trato. Fulano, ¿qué hacés
por acá?, pregunta jocoso el joven expansivo. Acá
estoy, le responde su conocido, dando la vueltita de siempre.
Algo
antes de las 14 horas comienzan a llamar a algunos de los que esperan
desde la puerta que da a la Justicia. Aparece una persona (que resulta
ser un actuario), grita un nombre, el llamado va solo hasta la mampara
(no se permiten abogados en los interrogatorios), entra y la puerta
se cierra a sus espaldas. Allá lejos, donde está la
Justicia, se decide su destino. A veces vuelve al poco rato, a veces
demora mucho en salir, a veces no sale más El actuario vuelve
y llama a otra persona, o al mismo que llamó antes. A veces
ni siquiera sale. Se limita a asomarse por la ventanilla y hacerle
una seña al citado. Cuando pasa eso es porque, cuando el
citado se acerca, en lugar de decirle que pase por la puerta le
suelta un sencillo "Puede irse".
De
los agraciados con esas palabras mágicas, unos pocos siguen
hasta la ventanilla y preguntan cosas, incluso algunos se quedan
en el salón. Pero en general el afortunado hace un gesto
de comprensión que oculta un alivio inmenso, y con un simple
giro del cuerpo, sin una vacilación, cambia el rumbo de su
marcha, trasladando toda la inercia en dirección al ascensor
y a la salida. Baja los mismos pisos que subió, y sin que
nadie le pregunte nada sale despreocupadamente por la misma puerta
por la que entró. La única diferencia es que él
ha recibido el permiso del Poder que habita tras la puerta para
volver a su vida natural, y los dueños de los 49 pares de
ojos que lo ven salir no. Físicamente cualquiera podría
levantarse y mandarse mudar, pero está prohibido.
Hay
algunos abogados, en general los de los jóvenes expansivos,
o de los que vienen a dar "la vueltita de siempre", que
saludan amablemente a los guardias, a los actuarios, a las funcionarias
que reciben los citatorios y hasta a algunos de los policías
que vienen a declarar. También saludan al pasar a los jueces
que entran, muy apurados y trajeados, pero que sin embargo tienen
un segundo para cambiar un apretón de manos y unas palabras
con estos engominados hombres de leyes. Incluso parecería,
si no fuera absolutamente ridículo el sólo pensarlo,
que los clientes de estos saludadores, pasan antes que los demás
citados. No, será una ilusión producto de tedio y
la envidia, una casualidad.
Los
abogados saludadores también tienen otro tipo de clientes.
Estos llevan pantalones vaqueros muy nuevos, saco sport y camisa,
y van calzados con botas. Vienen en dos modelos, los que llevan
vaqueros negros y camisas oscuras con saco marrón, o los
que llevan vaqueros azules y camisas blancas con saco azul. Los
de camisa blanca por lo general la llevan desabrochada un botón
más de lo necesario, y por el cuello entreabierto se ven
una o más cadenas de oro. Al verlos se tiene la sensación
de que no sería sano salirles de garantía en algún
negocio. Eso sí, con sus abogados engominados parecen tener
una relación casi se diría de amistad.
A medida
que pasan las horas se entra en un ritmo que podría llamarse
el tiempo judicial. El "momento" con que el citado es
recibido a las 13 horas se convierte en una sustancia espesa, gomosa,
que envuelve a todo el salón con sus ocupantes. Todo se desarrolla
lentamente, a una velocidad mínima. Como los que entran son
pocos, y son menos los que salen, la sensación es de casi
inmovilidad, de espera eterna. El citado comienza a sentirse preso,
comienza a notar que en realidad, haya o no hecho algo ilegal, está
detenido en ese salón, privado de su libertad y a disposición
del Estado. No es la locación lo que hace que aparezca esa
idea, es la sensación de tiempo detenido, de futilidad, de
frustración. Ese salón podría muy bien ser
la cárcel, si la condena debiera cumplirse encerrado con
50 desconocidos en la sala de espera de un aeropuerto secundario
de un país africano. Y hay un solo baño, cuya cisterna
no funciona.
Las
horas van pasando, y la única distracción es el paso
periódico de una mujer con un carrito, vendiendo sandwiches
y refrescos. Los refrescos los sirve en vasitos de plástico,
desde botellas de litro y medio. Las jóvenes vistosas compran
sandwiches olímpicos, y se muestran compungidas al enterarse
de que no hay refrescos diet, ni agua mineral. Se van a comer pudorosamente
al descanso de la escalera, fuera de la habitación, para
beneplácito de los agentes policiales que ahí aguardan.
Los
policías que van a declarar son una decena, aunque algunos
se van, llegan otros y a veces vuelven los primeros. A diferencia
de los civiles, parecen no estar regidos por el mandato general
de presentarse a la una de la tarde. Junto a la ventanilla hay un
cartel que les recuerda que, antes de presentarse a declarar, deben
entregar sus armas en el quinto piso. Será para prevenir
accidentes, es de esperar.
Junto
a la ventana están sentadas dos mujeres. Una tendrá
unos 30 años, el pelo negro, las caderas generosas y la mirada
apagada y huidiza. Sus manos están resecas y agrietadas.
La otra es una matrona rotunda, de pelo gris, seria, envuelta en
un sacón de lana tejido a mano amoldado a su cuerpo por el
uso. La más joven, al llegar, pasó por el consultorio
forense. Están solas, sin abogado que las acompañe.
Fueron llamadas al otro lado de la mampara por separado. La mujer
joven demoró una media hora en volver, la mayor unos 15 minutos.
Se cuidan de sentarse lo más lejos posible de los dos muchachones
que venían con el grupo, y cuyos compañeros no han
vuelto a salir.
Cuando
por fin es momento de prestar declaración, es como ir al
médico en una mutualista. El actuario correspondiente llama,
y pide que se lo siga a través de la puerta. Del otro lado,
pasando un recodo, hay un pasillo flanqueado de cubículos.
Cada uno alberga un escritorio, dos o tres sillas, una computadora
y una impresora, además del actuario y del citado. Uno tiene
que dar sus datos y explicar como mejor pueda lo relacionado con
el asunto que lo llevó hasta ese cubículo, de manera
pausada para que el actuario, al mismo tiempo, lo vaya escribiendo
en ese extraño lenguaje legal, mezcla de coloquialismos y
florituras.
Como
el actuario ya leyó algunos documentos previos sobre el caso,
escritos en el mismo pseudolenguaje, va conduciendo al declarante
hacia los puntos relevantes. Una vez terminado este curioso intercambio,
el resultado es un documento donde el citado expresa su punto de
vista sobre el tema de su interés. El documento, una vez
firmado, queda en poder del actuario, quien se lo lleva al juez.
Si se trata de un asunto menor, un testimonio secundario o algo
así, esto es lo más cerca que estará el citado
de la Justicia. En su despacho, en algún recóndito
lugar del edificio, el juez laudará el tema no en base a
lo que diga la persona citada sino a lo que hay escrito en ese papel.
El involucrado, en la mayoría de los casos, nunca verá
la cara del magistrado. Incluso si falla en su contra y lo procesa,
puede ocurrir lo mismo.
Así
trabaja la Justicia Penal, que al parecer no sólo es ciega
sino que tampoco le gusta que le miren la cara. Casos de violencia,
de perjuicio económico, casos que involucran la libertad
o los derechos civiles de los implicados se deciden en base a lo
que escribe un actuario, sobrecargado de trabajo, en base a lo que
declare alguien abotargado por una espera incómoda de horas.
En cambio si una pareja quiere divorciarse, por más que estén
en buenos términos y el asunto esté decidido, deben
enfrentarse, ellos sí, cara a cara con el juez, el actuario,
el fiscal, los dos abogados y tres testigos.
Una
vez tomada la declaración, el citado puede pensar que el
asunto está por terminar. Incluso antes de volver al salón,
donde tiene que "esperar un rato a que el juez decida",
puede preguntarle al actuario si tendrá que esperar mucho.
El actuario, simple pieza de un sistema perverso, pondrá
cara de piedad y dirá, con miedo de destrozar la esperanza,
"Y sí, un rato va a tener que esperar".
Veinte
minutos después de volver al salón, el citado se sumerge
en el mismo ambiente de las horas previas. Pueden ser ya las seis,
incluso las siete de la tarde, y en el salón quedan 40 personas.
El señor mayor sigue sentado imperturbable, a veces hablando
con algún joven expansivo. La mayoría de los abogados
engominados ya desaparecieron, así como sus clientes de vaquero,
camisa y saco. La abogada rubia sigue tratando de ubicar a Fulana.
También se fueron casi todos los policías que venían
a declarar. El abogado del jopo rebelde y el cuello tortuga conversa
animadamente con la muchacha de pelo negro y tercer ojo. En determinado
momento intercambian números de celulares, y ella le aclara
que si la llama y ella no puede hablar le va a decir alguna cosa
y va a cortar, pero que enseguida lo va a llamar al número
que quede registrado en el captor. Porque, parece, su novio es celoso.
Al abogado eso parece no importarle demasiado, es un tipo comprensivo
de los defectos ajenos.
Los
dos muchachones siguen sentados en un rincón, con algo de
animalitos acorralados en su porte. Uno escucha un walkman, el otro
mira por la ventana y toma pensativos sorbos de una botella de Nix.
Las dos mujeres siguen sentadas lo más lejos posible de ellos.
A las
ocho comienza a decantarse el grupo, al mismo tiempo que los que
van quedando pierden las esperanzas de una pronta resolución.
Los abogados, casi todos, ya desaparecieron, incluyendo al del jopo
y a los saludadores. La abogada rubia por fin encontró a
la hermana del detenido, ambas hicieron un trámite breve
en la ventanilla y se fueron. La mayoría de los citados como
testigos ya no están. Tras un breve trámite de su
abogado engominado, todos menos uno de los jóvenes expansivos
fueron autorizados a retirarse, cosa que hicieron tras grandes muestras
de afecto con el que se quedaba. También el abogado se retiró,
tras cambiar celulares, él también, con la muchacha
vistosa de pelo negro y tercer ojo. Incluso ella y sus dos amigas
se fueron.
A las
20 horas pasadas comienzan a irse los funcionarios judiciales. Cuando
un actuario se retira hace un aparte con el o los implicados en
el asunto que trataba, y les explica que el juez tiene el caso para
resolver, que él o ella se va pero otro funcionario tiene
todos los datos y va a avisar en cuanto se resuelva.
Ante
la ya evidente desesperación de los citados, poco puede hacer
el actuario más que expresar comprensión y, con evidente
vergüenza ajena, arriesgar un pronóstico sobre el único
tema que a esa altura, siete horas después de ser citado,
importa. A qué hora va a decidir el juez.
El
pronóstico no es bueno. El juez tiene 15 casos para resolver,
entre los que están los cuatro o cinco que quedan en el salón.
El resto se refiere a gente que entró y no salió,
y que está detenida. A veces las resoluciones se demoran
hasta bien pasada la medianoche, a veces hasta la madrugada. Y los
citados, sin importar si están allí por algo importante
o por una pavada, siguen a disposición de la Justicia.
A las
21:30 todavía quedan unas diez personas en el salón.
Casi todos son involucrados directos en tal o cual caso.
El
número menor fomenta la solidaridad y hasta la camaradería.
Cincuenta personas son muchas para socializar, diez está
mejor. El joven expansivo le pregunta a uno de los muchachones cómo
va el partido. El que venía a hacer "la vueltita de
siempre" conversa con el sexagenario, que sigue sin perder
la compostura. Las dos mujeres hablan con otra, rubia, que a primera
vista podría ser confundida con una abogada, si no fuera
por sus grandes lentes oscuros y porque mucho más temprano
entró al consultorio forense.
La
rubia tiene ganas de hablar. Habla sobre la injusticia de la vida,
la bondad, lo mala que es alguna gente y sobre cómo ella
no puede entender que haya gente así. Cuenta su caso con
muchos detalles, habla de su marido, del día que sin saber
por qué se puso violento y le levantó la mano, y de
cómo ella se tuvo que ir de la casa, de cómo él
ahora está detenido del otro lado de la puerta y de cómo
ella tiene que esperar a ver qué decide el juez, porque si
lo suelta ella de ninguna manera puede ir al apartamento de ambos
y tiene que ver dónde pasa la noche antes de que pueda ir
a buscar sus cosas al otro día. Dice que lo más seguro
es que lo procesen sin prisión y que salga esa misma noche,
porque a ella el juez le preguntó en el careo con él
si quería que lo mandara preso y ella en realidad no pudo,
porque él será lo que sea y le habrá hecho
lo que hizo, y en ese momento muestra los moretones rojos y violetas
en los brazos, y se estira el cuello del buzo para que vean el comienzo
de los que tiene en la espalda, y apenas moviendo los lentes deja
entrever el ojo negro, pero ella no puede ser mala, es algo que
no le sale, aunque vaya en contra de ella, y le dijo que no, que
ella prefiere que lo dejen salir y que le prohíban acercarse
a ella, y ahora el juez va a decidir. Porque ella no entiende cómo
hay gente capaz de hacerle mal a otro, y mientras habla blande con
vehemencia lo que parece un libro, pero que en realidad en la tapa
aclara que es la "Agenda de la Biblia 2002".
La
mujer joven fue al baño, haciendo un oblicuo camino que la
mantuviera lejos de los dos del fondo. La rubia seguía hablándole
a la mayor, que la escuchaba asintiendo con una expresión
inmóvil en la que era imposible discernir si demostraba una
sabiduría reposada y triste de años de honradez y
pobreza, o un fastidio infinito por la cháchara de la otra
y por haberse perdido a Pedro el Escamoso.
También
a las 21:30 una comisión de funcionarios sale por la puerta
y toma el ascensor, para volver al poco rato con bolsas de comida
y botellas de refrescos, con los que desaparecen de nuevo tras la
mampara. Desde aproximadamente las 18 ya no pasa la mujer del carrito
de los sandwiches, y desde el momento en que llegaron con la cena
no se volvió a ver a los funcionarios detrás de la
mampara. Se los podía atisbar por una ventana lateral, comiendo
y mirando televisión, esperando también a que el juez
decidiera. En el salón ya no hay ni siquiera guardia policial,
pero todavía quedan diez de los 50 citados.
A eso
de las 22 el ambiente se caldea. Los funcionarios sólo aparecen
de vez en cuando, un par de mujeres que hace tantas horas o más
que los citados que están ahí adentro, y cuya única
función a esa hora parece ser esperar a que el juez decida
y vacíe el negocio. Cada media hora aproximadamente las dos
mujeres llegan desde el fondo conversando, se acercan a la mampara,
se recuestan en la ventanilla y miran a los últimos citados
como si fueran una especie poco interesante en un zoológico.
Es de suponer que estas rondas periódicas son para comprobar
que nadie se haya colgado de una viga, robado las plantas decorativas,
metido alcohol de contrabando u organizado una fiesta en el salón.
En
determinado momento el joven expansivo, su amigo de la "vueltita"
y la mujer rubia encaran a ambas funcionarias y les reprochan la
espera interminable. Una de ellas sale de la mampara y, dirigiéndose
a todos, pide disculpas por la demora. Explica que hay muchos casos
acumulados y que el juez está trabajando en todos al mismo
tiempo, por lo que no hay manera de pedirle datos sobre un caso
en particular. El gesto humano y digno es agradable y trae consuelo
a los que llevan nueve horas en un cuarto pelado sentados en sillas
de cármica, pero es claro que es una acción estrictamente
personal, llevada a cabo por una funcionaria mortificada. Al Poder
Judicial le importa tres pitos la espera de los citados. Por algo
es un Poder, y los citados meros ciudadanos, la mayoría de
los cuales no aspira ni siquiera a respirar el mismo aire que un
juez.
Al
igual que cuando se trata de obtener datos estadísticos sobre
el funcionamiento del sistema judicial uruguayo, la sensación
que brinda el trato con los funcionarios es contradictoria. Los
datos no aparecerán o serán secretos (al igual que
la estimación de cuanto tiempo de espera puede quedar), pero
las personas con las que se trata, incluso las del nivel más
alto, son amables, pacientes y comprensivas, incluso alentadoras.
Como la mujer que da la cara ante el plantón y las dudas
ajenas, asumen con una extraña hidalguía el compromiso
de afrontar los cuestionamientos y el desconcierto de los ciudadanos
de a pie. La Justicia será lenta, incomprensible, incluso
podrá parecer cruel y hasta surrealista, pero gracias a estos
funcionarios (que no serán todos, pero se hacen notar), se
salva por los pelos de parecer inhumana.
La
rigidez de la espera se relaja. La aparición de la funcionaria
dando la cara y pidiendo disculpas descomprime el ambiente, y quiebra
la sensación de ser rehenes. Uno de los dos muchachones baja
y vuelve con comida para él y su compañero. El joven
expansivo llama a su novia por celular. Al rato, para asombro general,
ésta aparece en el salón con provisiones. Llegó
al edificio, pidió permiso, entró y listo. La pareja
y el amigo de la vueltita se sientan a hacer un pequeño picnic.
El joven le presta su celular al señor mayor, para que este
llame a su mujer y le diga que no se ponga nerviosa, que la espera
sigue. La mujer rubia sigue hablando con las otras dos. "Dios
es Amor es una secta", les dice enfáticamente. "La
religión cristiana es otra cosa".
Por
fin, ya pasadas las 23, comienzan a activarse las cosas. Algunas
para bien, otras no tanto. El de la "vueltita de siempre"
es llamado detrás de la mampara, y no reaparece. El joven
expansivo es autorizado a irse, y al preguntar por el otro se le
informa que será procesado. A la mujer rubia se le informa
que su marido va a ser liberado luego de ser procesado sin prisión,
en un par de horas.
A las
once y media las dos mujeres son informadas de que pueden irse.
A los dos muchachones se les dice que ellos también pueden
irse, y que sus compañeros van a ser procesados sin prisión.
"¿Cuándo salen?", pregunta uno de ellos,
porque las familias y los amigos están abajo esperándolos.
Las
dos mujeres se ponen nerviosas al escuchar todo esto, y miran alrededor
como buscando apoyo. No lo encuentran, hablan nerviosamente con
la funcionaria de la ventanilla y por fin, aprovechando que los
dos muchachos están recogiendo sus cosas, salen velozmente.
Son
madre e hija, y viven juntas en un barrio marginal. La noche anterior,
los cinco o seis que iban a ser procesados se habían metido
a su casa, la habían saqueado, habían destrozado muebles
y habían golpeado a la más joven; por eso había
entrado al consultorio forense. Los dos muchachos que estaban en
el salón, cerca de ellas, habían oficiado de campana
en el hecho. Todos los implicados viven en el mismo barrio. Ahora,
las dos víctimas tienen que salir solas a una calle vacía,
a medianoche, por la misma puerta en donde esperan las familias
y los amigos de los ladrones procesados que ellas habían
denunciado. La Justicia es ciega, a veces pareciera que más
de lo necesario.
Cuando
se van las mujeres y los dos muchachos, se le informa al señor
mayor que ya puede irse. Antes de salir, el hombre le pregunta a
un policía que viene entrando si afuera está frío.
No mucho, le contestan. Menos mal, dice, porque vine sin nada de
abrigo. Claro, al mediodía había sol.
Es
casi medianoche. Los funcionarios se ponen sus abrigos, se apagan
luces, la ventanilla se cierra. Queda un solo caso en el salón.
¿Cómo es su nombre?, pregunta la funcionaria. Va al
fondo a buscar información, vuelve ya acomodándose
el tapado, con la cartera en la mano.
--Puede
irse.
--¿Cómo?
--Que
puede irse, el veredicto es libertad.
La
ventanilla se cierra, y se apaga la luz.
Diez
horas y media después de entrar, la Ciudad Vieja parece una
continuación del tiempo judicial del salón de espera.
Inmóvil, silenciosa y deshabitada. Ya no hay rastro del hombre
mayor, ni de las dos mujeres, ni de las familias de sus asaltantes
ni de la mujer rubia ni del joven expansivo y su novia. Ni siquiera
se ve al policía de guardia, que no asoma la nariz fuera
del edificio. El edificio en Bartolomé Mitre ya no es el
lugar donde Poderes Mayores deciden sobre el destino de quienes
son arrojados a sus entrañas. Ahora es sólo un edificio
grande, gris, feo y silencioso, sobre una calle vacía. Y
el policía que entró se equivocó, en la calle
sí hace frío. *
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