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Publicada
en Quepasa, el sábado 6 de julio de 2002
BUENOS
AIRES EXPERIMENTA UN CAMBIO DRAMATICO EN SU ESTILO DE VIDA
La
reina sin plata
Ya
nada es como era en Buenos Aires. Lo que era usual ahora es un lujo.
Lo que era fácil ahora es difícil. Lo que era difícil
ahora es imposible. Y lo posible es carísimo.
LEILA
GUERRIERO, EN BUENOS AIRES
Era
jueves 13 de junio.
Desde
el día anterior, el gremio de empresas de transporte de pasajeros
había dispuesto un paro de los servicios nocturnos de ómnibus
por tiempo indeterminado en reclamo de un aumento del boleto. Gabriel
Sarré, 28 años, profesor, habitante del conurbano,
se había resignado a faltar a la clase que tenía que
dar esa noche en la capital. Si iba, no tendría cómo
desandar el camino hasta su casa, distante más de una hora
del centro de Buenos Aires. Pero a las seis de la tarde su madre
gritó:
--¡Gabriel,
dice la radio que el paro se levantó!
Entonces
Gabriel pensó que lo mejor era ir. "Por los pibes, viste,
para que no perdieran la clase".
A medianoche,
después de la clase, Gabriel salió apurado. Dos grados
de temperatura y en la calle no había nada. Ni gente, ni
autos. Ni ómnibus.
"Esperé
un rato y me empecé a desesperar porque el colectivo no venía".
Es que mientras Gabriel daba su clase, allá afuera los transportistas
desmentían haber llegado a un acuerdo, y el paro continuaba.
"Encima, no tenía un peso. Tuve que llamar a un amigo,
caminar 20 cuadras hasta su casa, y el loco me tiró un colchón
en el living".
Dice
que no le da bronca, ni un poquito. "Por un rato largo la vida
va a ser un poco incómoda. Pienso que si hay gente sin comer,
yo no me puedo quejar".
En
diciembre, cuando hubo muertos en Buenos Aires, muchos perdieron
la inocencia, si es que había. Desde entonces, después
de la devaluación, la inflación, la caída del
67% de las importaciones, el desempleo del 23%, los 44 meses de
recesión en continuado y los nuevos muertos, nada es demasiado
parecido a lo que fue.
La
vida se tornó complicada. Lo inesperado es lo único
con lo que puede contarse. El tránsito puede devenir caos
de un minuto para otro; las enormes perfumerías abastecidas
con lo más caro del primer mundo ofrecen poco, nada, y nacional.
De los 10.000 productos que exhibían los hipermercados se
supone que 8.000 ya no estarán entre nosotros. Los cocineros
que cocinan por la tele han abandonado los productos de Asia para
dedicarse a la vaca argentina en todas sus versiones. Las tarjetas
de crédito están suspendidas en la mayoría
de las estaciones de servicio y en varios comercios.
A una
vida cotidiana en la que cada uno sabía cuánto tiempo
dedicaba a pagar sus cuentas, cuánto a comprar comida, a
una rutina de diez años de determinadas marcas y gestos de
confort, le han brotado feas jorobas de desabastecimiento y trámites
complejos. Ir a comprar una cajita de té Twinings, por ejemplo,
ya no es simplemente ir a comprar una cajita de té Twinings.
Antes, hay que controlar el presupuesto, y después, recorrer
supermercados, almacenes y casas de productos importados. Así
y todo, a veces se vuelve sin el botín. Y eso si hablamos
de banalidades.
"En
enero fui al supermercado y compré un montón de cajas
de té inglés y aceite de oliva", dice Fabiana
Hobst, profesora de inglés. "Amigos míos se compraron
computadoras, cajas de diskettes, resmas de papel, compactos, libros,
qué sé yo, cualquier cosa. La sensación era
que se acababa el mundo, que de todo lo que había no iba
a haber más".
Según
el Sistema de Información, Monitoreo y Evaluación
de Problemas Sociales, un organismo que depende de la Presidencia,
en Argentina hay 18.219.000 pobres. Eso es más de la mitad
de la población: exactamente el 51,4%. De ese total, 7.777.000
son indigentes. En apenas cinco meses, desde enero, la pobreza se
comió 3.813.000 personas.
Zona
de bancos
En
el principio fueron los bancos.
Las
puertas de vidrios, los edificios aplomados, el murmullo adormecedor
en las cajas, el rumor suave de las puertas giratorias. Nada de
eso existe.
Por
Florida, y hasta Diagonal Norte, en la zona bancaria, los edificios
están atrapados por paneles de chapa, abollados hasta las
muelas por la furia de las cacerolas. Aquí, donde los cajeros
automáticos titilaban de noche, ahora hay graffitis que gritan
que son todos chorros. Que devuelvan la plata. Este mediodía,
en el cajero automático del Citibank, en Florida y Perón,
un encargado de seguridad explica que por ahora el cajero no tiene
plata.
El
promedio de tiempo que gasta una persona en un cajero automático
es de tres minutos. Hoy la cantidad de horas-banco por argentino
debe ser digna del récord. Hasta los primeros días
de marzo, los bancos mostraron colas de personas al rojo violeta.
Ahora ya no, pero el banco sigue siendo algo de lo que hay que ocuparse:
controlar los débitos, ir en peregrinación una vez
por semana a retirar la cuota permitida de 300 pesos (si es que
se tiene la suerte de tenerlos) del cajero (si es que se tiene la
suerte de encontrar un cajero con plata), estar a atento a las medidas
que cambian todos los días.
"Vivo
sobresaltada. Si tengo que ir a un cajero automático me angustio",
dice Marina Gavelzon, una secretaria de 25 años. "Antes
me depositaban el salario y sacaba a medida que necesitaba. Hoy
voy corriendo, saco todo lo que puedo y lo llevo a mi casa. Nunca
recobré la calma. Porque ahora además tengo la plata
en casa, y tengo miedo que me roben, así que no sé
qué es peor. Que te robe el banco o que te roben los ladrones".
Blindar
para vivir
La
paranoia está de moda. Acostumbrarse a que en cualquier momento
se puede entrar en la estadística del asalto, del secuestro.
Los ejecutivos usan chalecos antibalas, guardaespaldas, vidrios
blindados y firman pólizas antisecuestros, espantados por
la posibilidad de que los rapten. La gente del común tachona
de alarmas y coloca puertas blindadas.
Ariel
Guinzburg tiene 27 años y es dueño de la empresa Ingeniería
en Seguridad Electrónica. "Lo raro es que estamos poniendo
alarmas en los cables de teléfono: se los están robando
para vender el alambre de cobre", dice. "Para mí
es una pesadilla, no estoy acostumbrado a trabajar así. Me
ha pasado que cerré un presupuesto un viernes, compré
todos los materiales y me faltó comprar una cosa. La fui
a comprar el lunes y la pagué mucho más cara. Para
conseguir mil pesos en efectivo, como solamente podés sacar
de tu cuenta 300 pesos por semana, tenés que andar haciendo
transferencias entre cuentas. Todo eso es una pérdida de
tiempo, y se supone que uno tendría que estar ocupándose
de otros problemas, no de las cosas del banco".
En
plena euforia bancarizadora, allá por diciembre, el todavía
ministro de Economía, Domingo Cavallo, consolaba a los argentinos
atrapados diciendo que, después de todo, en los países
realmente avanzados, nadie usa dinero en efectivo sino su tarjeta
de crédito.
Algunos
meses después, muchos comercios dejaron de aceptar tarjetas,
las estaciones de servicio no las aceptan casi desde la primera
hora, los bancos mandan cartas excusándose por tener que
bajar obligatoriamente el límite de compra de las mismas,
el pago en cuotas es cosa del pasado, y la verdulería de
la esquina sigue sin aceptar American Express. Nos bancarizamos,
y ahora nadie quiere nuestras tarjetas, cheques, números
de claves, transferencias electrónicas.
Juan
Manuel Cánepa tiene 36 y trabaja en el ojo de la tormenta:
una importadora de instrumentos musicales.
"Las
ventas bajaron un 90%. Vender instrumentos importados en un país
como Argentina es un mal cóctel. No sólo nuestro poder
adquisitivo ha disminuido, sino la calidad de las cosas que compramos.
Uno estaba acostumbrado a determinadas marcas, y ahora el desodorante
que pagaba dos pesos me está costando seis. Ropa, olvidate,
lo que tenés lo tenés y nunca más lo vas a
poder reponer. Yo tengo un auto importado, un Toyota del 80. El
otro día fui a comprar un filtro de aire y lo cobraban 20
dólares. Me tuve que ir a un lugar en la otra punta de la
ciudad a comprar uno nacional que salía ocho pesos. Antes
yo escuchaba un ruidito y lo llevaba al mecánico. Diez años
te borran mucho la memoria... es como si llegáramos de Suiza.
Es muy denigrante todo. Tener que caminar para encontrar precios
baratos, tener que aceptar que te paguen el sueldo en patacones,
de a partes. Ni hablar de cambiar la computadora. Tal vez en un
año estemos acostumbrados a vivir así, pero veníamos
consumiendo cosas de primera calidad y de golpe todo eso se cortó.
Pero eso no es nada. Lo peor son los pibes que no comen, los que
no se educan... todo eso va a dejar marca".
Boquitas
(des)pintadas
"Camine,
señora, busque precios, no se deje engañar",
repite la inoxidable Lita de Lazzari, presidenta de la Liga de Amas
de Casa, una mujer de rostro nudoso que recomienda combatir a caminata
limpia la estampida de precios de la canasta familiar. Dicen que,
con suerte y si el dólar se mantiene a cuatro pesos, a fin
de año la inflación será del 90%.
"Sí,
camine señora" se ríe, sarcástica, Candela
Vernetti, 35 años, vestuarista de vocación y secretaria
de abogado de profesión. "Llego a mi casa a las ocho
de la noche, me voy a las ocho de la mañana. ¿Cuándo
voy a caminar? Tendría que estar viendo la posibilidad de
conseguirme un trabajo mejor, no caminar para conseguir ajo barato.
La vez pasada salí a buscar una crema para la cara, que siempre
compraba en la farmacia de mi barrio. Era de noche y la farmacia
estaba cerrada. Toda la vida abrieron de noche, pero ya no porque
no le pueden pagar al chico que atendía ese turno. Terminé
recorriendo cinco farmacias para encontrar la crema y la pagué
el doble. Lo que antes podías hacer en un minuto, ahora te
lleva horas".
Las
cosas simples se han vuelto complejas, las complejas difíciles,
las difíciles caras. Las caras, imposibles. La perfumería
Pozzi, sobre la avenida Santa Fe, está ahí desde siempre:
una institución plácida, elegante, tradicional y bien
surtida. Cosméticos, cremas y accesorios tentaron a generaciones
desde sus vidrieras. También ahí las cosas han cambiado.
Son las once de la mañana del martes 18 de junio.
--Hola,
¿tenés bases de maquillaje? --pregunta una mujer en
el puesto de Clinique.
--No,
ni una sola. No sabemos si va a entrar.
--¿Crema?
--No.
Nada. Polvo facial tampoco. No hay casi nada.
A varias
cuadras, en la Franco Inglesa, una farmacia usualmente abarrotada
de cosméticos importados, quedan estantes vacíos.
Y eso es todo lo que queda.
"No",
dice la chica del stand de Lancome. "No hay cremas importadas.
La farmacia decidió dejar de traer porque tienen precios
exorbitantes".
La
encargada del sector perfumería de la farmacia de Corrientes
y Medrano se encoge de hombros. Ahí tampoco hay mucho. La
farmacia está en convocatoria de acreedores desde enero.
Supo ser la más grande y mejor equipada de la zona. Ahora,
sigue siendo grande. Un hombre pregunta dónde hay aceite
Johnson's para bebés. No hay. No va a haber. Pero a unos
30 metros, sobre Corrientes, hay un comercio exitoso. Venden artículos
de limpieza y perfumería sueltos, en envases sin rótulo,
en botellas sin marca, baratos. La fila llega hasta la calle. La
espera promedio, dicen, es de media hora.
La
salud en problemas
En
Buenos Aires no hay muchas cosas, pero sí hay lujos nuevos.
Enfermarse es uno.
Algunos
medicamentos no se consiguen. Otros, aumentaron hasta un 200%. Las
aspirinas un 40%. El jarabe Depakene, un anticonvulsivo que costaba
12 pesos, ahora cuesta más de 21. Un antibiótico común,
como el Amoxidal, costaba 6,67 pesos y ahora 10,55. El Hemoglucotest,
una tira reactiva para medir el azúcar en la sangre, de 15
pesos, subió a más de 29. Eso se suma a que las farmacias
están desabastecidas, no aceptan tarjetas de crédito,
y las medicinas prepagas pasaron de otorgar descuentos en medicamentos
del 50% al 40%. El PAMI, la obra social que nuclea a 4 millones
de jubilados, tiene suspendida desde hace tres meses y medio la
atención en farmacias.
Alba
Roncales es mamá de Rosario, una nena de 4 años, asmática
y alérgica a casi todo --al polen, a ciertos alimentos, a
los ácaros-- que vive medicada para esto, para lo otro, y
para todo lo demás también.
"El
problema fue en enero y febrero, porque no conseguía los
remedios, casi me muero del susto, porque si la nena llega a hacer
una crisis asmática, no tengo dónde ir. Acá
cerraron la salita de primeros auxilios, mi marido no saca el auto
porque ya no podemos pagar la nafta y los taxis no entran en este
barrio, porque dicen que es peligroso, así que no sé
cómo iba a llegar al hospital si pasaba algo. Por suerte
el remedio ahora se consigue, pero más caro. El Ataraxone,
que pagaba 7, ahora lo estoy pagando 23. El otro, el Istamine, costaba
25 y ahora sale 40. Pero igual, me da miedo un día ir y que
no esté".
Silvina
Símula está estudiando Medicina en la Universidad
de Buenos Aires, sexto año, y desde la crisis de diciembre
su vida se trastocó. Tanto, que el futuro se dio vuelta y
la mordió en el cuello. "En la Universidad, en Diagnóstico
y Tratamiento, nos enseñan a diagnosticar como hace 20 años.
Sin tomógrafo, sin resonancia magnética. Porque nos
dicen 'cuando ustedes estén ejerciendo no sabemos si va a
haber tomógrafos'. Hoy vino un nenito a la guardia del Hospital
Fernández. Tenía anginas por una bacteria que hay
que medicar, porque si no puede hacer una fiebre reumática
que lo afecta durante toda su vida, y puede hacer una cardiopatía.
Se necesita un antibiótico supercomún, Amoxidal. Pero
la mamá no tenía plata para comprarlo y en la farmacia
del hospital no había. Cuando se fueron, la médica
me dice 'este chico es un candidato a la fiebre reumática'.
La gente, además del hambre, de la falta de educación,
se tiene que bancar sufrir enfermedades que son evitables".
Silvina
hecha humo. Fuma. Su garganta es un cañón de bronca.
"Toda
esto me afectó cien por cien mi futuro. Estuve trabajando
en el laboratorio de la UBA en investigación básica
con virus oncológicos, dos años. Pero cuando pasó
todo esto sentí que no podía seguir sin trabajar,
entonces renuncié para recibirme más rápido.
Tuve que renunciar a mi formación, tuve que dejar un lugar
en un laboratorio al que cuesta muchísimo entrar. Eso es
lo que más me angustia. Tomar una decisión así,
por una situación externa, algo que afecta directamente mi
futuro. Me parece también que es como que perdimos las esperanzas.
Como que no es una crisis más. Es LA crisis y nunca más
vamos a salir. Como que quedamos eliminados del Mundial. Ya está,
ya fue, estamos eliminados. Eso es retriste. Hay cosas que para
mí son nuevas. Con mi novio nos queremos casar a fin de año,
y las empresas que te organizan el casamiento te hacen un contrato
abierto. Les podés pagar, como máximo, 50%, y diez
días antes de la fecha te cobran el resto. Nuestro miedo
es que si se va todo al cuerno, nos dejen colgados. Viene la hiperinflación,
no podés pagar ni el asado y te quedás sin casamiento.
Ni ese plan podés tener".
Rutas
argentinas
Santa
Cruz. Patagonia. Jueves 25 de abril. Once de la mañana.
El
colectivo de la empresa Sportman avanza, monstruito anaranjado,
por un paisaje que nada interrumpe. El viento empuja. El chofer
pasa cumbias. Unos pocos pasajeros se adormecen. El destino final
es Pico Truncado. El ómnibus se detiene y sube una rubia
joven, riéndose. Le dice algo al chofer. El chofer se da
vuelta y anuncia a los pocos pasajeros:
"A
Pico Truncado llegamos, pero no sabemos si salimos. Los piqueteros
van a cortar la ruta a Comodoro Rivadavia. Dijeron recién
por la radio".
Un
hombre de unos 50 años mira a la rubia joven y le pregunta:
--Pero
yo tengo pasaje aéreo para el lunes a la tarde, desde Comodoro
a Buenos Aires. ¿Usted no sabe si hay una ruta alternativa
para salir de Pico Truncado?
La
rubia se ríe.
--Acá
se sabe cuándo empiezan, pero no cuándo terminan.
Pero no se preocupe. Por ahí el lunes levantan. Jijiji.
El
hombre se pone pálido. Un hombre de ciudad, lleno de planes.
Acostumbrado a hacer, más o menos, lo que quiere hacer. Entregarse
a los acontecimientos a la manera budista es algo que empieza a
ser obligatorio.
Elena
en la isla
--¿No
tenés laburo para darme?
Eso
--antes que hola, antes que buen día-- es lo primero que
le sale a Elena Bruni, treinta y pico, fanática de Andrés
Calamaro, divorciada, madre de dos hijos, una de 16, otro de 13,
habitantes todos de la Isla Maciel. La isla Maciel es un lugar del
conurbano, a cinco minutos de la Casa Rosada, azotado por todo lo
que fue y ya no es: fue paseo de la clase media y alta durante principios
del siglo pasado, lugar de prósperos inmigrantes. Ahora,
a Maciel, las compañías de servicios públicos
(teléfonos, agua, gas) no quieren enviar a sus técnicos
porque los asaltan.
Elena
Bruni es hija de la Isla. Conoció sus tiempos mejores, pero
ahora no tiene trabajo y una deuda de teléfono de 60 pesos.
"A mi ex marido, que trabaja en la Municipalidad de Avellaneda,
le deben una parte del sueldo de abril y todo mayo".
Luisina,
su hija de 16, se acurruca junto a la estufa eléctrica. Según
un informe de Carrier y Asociados, el 60% de los hogares está
dispuesto a reducir el servicio de telefonía básica,
en tanto que el 33% de los usuarios quitará la televisión
por cable y solo el 17% el servicio de Internet. Pero los Bruni
se empeñan en no entrar en la estadística. Nunca tuvieron
gas natural ni cable, están por perder el teléfono
y cortaron Internet en enero.
"A
mí la verdad me jode no tener Internet", dice Luisina,
"porque la usaba mucho para el colegio. Pagábamos 18
pesos por mes, es muchísimo. Con el colegio nos íbamos
a ir de viaje de egresados, algunos van, pero yo no. Sale 800 pesos.
Ahora estamos poniendo entre todos diez centavos por día
y para fin de año vamos a hacernos unos buzos que digan Egresados".
No
es menor la incomodidad de haberse quedado sin adolescencia.
Cambio
de raíz
Como
siempre, las estadísticas no explican nada: según
el Servicio de Estadísticas Laborales (SEL) 1.800.000 argentinos
tienen la idea de abandonar el país; otras cifras indican
que ya 1.717.768 argentinos salieron del país y 87.680 no
regresaron.
Lidia
y Mabel Roccisano son hermanas, y heredaron la fábrica de
estructuras metálicas Roccisano SRL, fundada por Nicolás
Roccisano, su padre, en 1933. Allí, durante décadas,
Lidia, Mabel, y sus respectivos maridos trabajaron como una familia
dichosa. La decadencia empezó hace unos años --el
rubro de la construcción es uno de los más afectados,
con una retracción que supera el 40%-- y en octubre la fábrica
tuvo que cerrar. En febrero el ingeniero Ricardo Lehmann, marido
de Mabel, se fue a vivir a México.
"Acá
no tenía trabajo", dice Lidia. "Ahora se está
por ir mi hermana Mabel. Los chicos, de 22, 24 y 26, no se quieren
ir, se quedan". Lidia dice que esto no se lo imaginó
nunca. El estallido. La dispersión familiar.
"Yo
vivo más incómoda No tengo más cable, el auto
no lo saco, pero esto... Y cerrar la fábrica. Cuando nosotros
nos quejábamos, y decíamos que no podíamos
competir con las estructuras que entraban de Brasil a la mitad de
precio, que no podíamos pagar los impuestos, nadie nos daba
bolilla. Y ahora... se acordaron de salir de la convertibilidad.
Esa estabilidad costó sangre. Por eso habría que haberla
defendido. Por la sangre que costó".
Mabel
se fue a México el domingo 23 de junio. Llamó para
despedirse.
Bajando
por la avenida
La
avenida Corrientes fue, durante años, la calle donde sucedía
todo: teatros, cines, librerías, kioscos bien surtidos.
Ahora
hay librerías de saldo. Locales vacíos. Kioscos famélicos
en los que encontrar el último número de la revista
Premiere es improbable. Una tarea sencilla, como era hasta diciembre
comprar una novela de Ian McEwan, ardua. Los libros importados empiezan
a verse poco. Las secciones de arte y fotografía de las librerías
muestran caries insalvables. Según datos de la Cámara
Argentina de Papelería, Librería y Afines sólo
en un año cerraron 200 en el país. En tres papelerías
distintas de la calle Uruguay, el reino de las papelerías,
no hay repuestos para agendas. Un zip cuesta 50 pesos, y los guardan
bajo llave. Cartuchos de tinta para estilográfica, nones.
Microcasettes, tampoco. Pero si hubiera, costarían 28 las
tres unidades. Antes, costaban 8. El dólar estuvo quieto,
pero eso, a veces, no tiene nada que ver. A veces nada tiene que
ver.
Hay
buenas noticias y negocios prósperos: los sitios donde se
recargan cartuchos de impresora, porque ya nadie puede pagar los
30 dólares de un repuesto original. Los zapateros y los relojeros,
los que reparan heladeras y cocinas, los que venden repuestos usados.
Se acabaron los viajes de compras a Miami, comprarse los últimos
caprichos del capricho tecnológico, consumir zapatos como
quien consume pizza. Ahora todos recauchutan lo que tienen, le prenden
velas al microondas para que no se rompa, y si se rompe, que acepte
ser emparchado con alguna cosa de marca nacional.
Pero
es improbable. Casi no queda marca nacional.
Por
las avenidas hay carteles en extinción. Carteles luminosos,
electrónicos o pintados a lo enorme, anunciando precios fijos,
perdido ya todo su sentido. Lo que ofrecen ya no cuesta lo que los
carteles dicen.
Todo
por dos pesos. La fiesta del consumo nacional.
En
Casa Piscitelli, la casa de venta de discos de música clásica
más emblemática de Buenos aires, el 99% del material
que se vende es importado.
"Traemos
sólo lo que nos encargan", dice Pepe Piscitelli. "Hoy
un disco está costando 70, 100 pesos. El acceso inmediato
que teníamos a todas las novedades del mundo desapareció.
No existe más. Es para poca gente".
Primero,
los niños
Es
bueno acostumbrarse a que las cosas ya no son como eran. Los bebés
corren con ventaja: aprenderán la escasez desde la cuna.
Los pañales descartables aumentaron el 100%, y ya comenzaron
a fabricarse pañales de tela y bombachas de goma. En las
vidrieras de Once los pañales de tela son la oferta del momento.
Laura
tiene 33 años, la mirada mansa de una chica del campo, dos
hijas en edad de pañales.
"Yo
dejé hace rato los pañales descartables. Con la plata
de un paquete de pañales que sale 40 pesos, le compré
diez equipos de pañales de tela. Hace dos meses que tenemos
teléfono solo para recibir llamadas. Tenemos dos celulares
cortados. Todos los gastos atrasados desde diciembre. La verdad
es que siempre nos cuidamos mucho, pero ahora la sensación
es de respirar cortito. Cuando tenemos 100 pesos vamos y compramos
cosas para la casa, comida. Las deudas se pagarán cuando
se pueda".
Los
padres --eso no ha cambiado-- siguen cuidando a sus hijos: solamente
un 4% de alumnos pasaron de la educación privada a la estatal
y la venta de pañales descartables disminuyó sólo
un 4%.
Volver
al futuro
Mario
tiene 28 años y trabajó hasta hace un par de meses
en una empresa de comunicaciones. Ahora perdió su trabajo.
Su mujer, Norma, trabaja en un banco. Los dos toman clases de tango,
él pinta, ella hace fotografía.
"En
la pintura se complicó, pensás qué colores
vas a comprar porque aumentaron mucho, sobre todo algunos colores,
entonces yo disminuí muchísimo la paleta. Antes compraba
un bastidor, ahora lo hago yo. Así con todo. El agua mineral
o la leche, ya no tenemos marca preferida: llevamos la que ese día
está de oferta. Teníamos cable y lo cortamos. Si antes
era previsible el tiempo que podías tardar en llegar a algún
lugar, hoy está lleno de imprevistos. Hay manifestaciones,
cortes, y uno entiende cuál es la protesta, pero te ves perjudicado
y te enoja. No sé, a veces pienso que antes se tiraba manteca
al techo, que no había tanta abundancia, pero uno no podía
evitar tener la sensación de que sobraba todo. Uno veía
que había un progreso tecnológico, llegaba Internet,
se hacía una autopista. Ahora escuchás que todos los
días se va una empresa nueva. Un banco, una casa de ropa,
una compañía aérea. Todo esto provoca algo
de... orfandad".
En
el taller en el que trabaja Jorge González, sobre la calle
Jujuy, hay maderas exquisitas, cuerdas, instrumentos, música.
González es un hombre barbado, entusiasta, pero antes que
nada es un constructor de claves antiguos, y antes todavía
una persona acostumbrada a la catástrofe: supo tener un taller
de impresión que se fundió cuando Martínez
de Hoz estaba en el Ministerio de Economía, en 1979.
"No
soy pesimista, porque esta vez por lo menos no quebré. Pero
una persona que me debía en dólares me vino a decir
que me iba a pagar en bonos, en lecop, y uno a uno: 3.500 dólares,
3.500 lecop. Y qué vas a hacer, la realidad es tanto para
vos como para los otros".
Ronda
los 50. Tiene los ojos brillantes y el entusiasmo mezclado con paz.
Su ayudante, Nacho, su aprendiz de brujo en el taller, marchó
a España en noviembre.
"Me
llamó desesperado en diciembre: '¿qué hago?
¿vuelvo?', me decía. Yo le dije que se quedara. Está
trabajando en el taller de un organero. Estoy pensando en vender
claves en el extranjero, y estoy por montar un taller de cuerdas
de tripa. De acá a un mes estaré en plena actividad.
Pero lo que veo es que ahora la gente está como desinflada.
Como si esta fuera una catástrofe natural inevitable. Esto
te cambia las costumbres cotidianas: con mi mujer nos pasamos de
supermercado en supermercado buscando ofertas. Antes de eso se ocupaba
mi mujer, ahora me ocupo yo también. Una o dos veces por
semana tengo que ir al súper y buscar las ofertas. La estufa
a gas, que en invierno teníamos prendida todo el día,
ahora la prendemos solo a la noche. Pero la convertibilidad era
una fantasía. Yo lo tomé con reticencia, pero muchos
compraron la idea de que estábamos en el primer mundo".
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DEL
PRIMER PUESTO AL NOVENO
Solo
para pocos
EN
UN BARRIO DE CONSTRUCCION RECIENTE y perfil exclusivo --Puerto Madero,
frente a los diques del puerto-- se esperaba que vivieran para esta
época 6.200 personas. Pero hay apenas 296. Sin embargo, los
fines de semana lo visitan 20.000. Muchos van a ver cómo
viven bien tan pocos.
Según
la consultora Equis y el Indec, Argentina dejó de tener el
mayor ingreso per cápita de la región, cayendo del
primero al noveno lugar y ahora el sector más pudiente gana
29 veces más que el sector de menos ingresos. Hasta el año
pasado, ganaban 27 veces más. Cinco millones de argentinos
reciben el 53% del total del ingreso nacional. Treinta y un millones
de habitantes se reparten el restante 47%.
Desde
diciembre y hasta junio, la morosidad en el pago de servicios públicos
creció, para algunas empresas, hasta un 30%. Edenor, una
de las empresas privadas que suministra energía eléctrica,
asegura que las facturas impagas acumuladass superan los 35 millones
de pesos, 12 millones más que en diciembre. La Cámara
de Informática y Comunicaciones informó que por primera
vez desde la privatización de Entel --la empresa estatal
de telecomunicaciones-- disminuyó la base de teléfonos
instalados: el 10% de los usuarios perdió la línea
por falta de pago en lo que va del año. De marzo a mayo se
dieron de baja 300.000 teléfonos. Hay 34.000 celulares menos
que en marzo de 2001.
Según
la consultora Equis, hoy el 82% de los argentinos compra sus productos
por el precio y no por la marca, y el 54% redujo la canasta de artículos
indispensables. El 28% eliminó el servicio de televisión
por cable.
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