ENFOQUES

¿ES POSIBLE UN ACUERDO DE GOBERNABILIDAD?

Agro, eje del desarrollo

Por Joaquín Secco García

"En los '90, el crecimiento de la producción de carne, arroz y leche representó la locomotora del desarrollo del país. (...) es difícil pensar en un desarrollo vigoroso y equitativo que no atribuya un rol prioritario al sector agropecuario", afirma Secco García.

1. Un país sin estrategia

Hace años que hemos abandonado la idea de dominar nuestro futuro como nación. Solamente reaccionamos ante las emergencias. Cualquier país está sujeto a influencias externas, que pueden ser mayúsculas. Aun así, siempre existen espacios y caminos un poco mejores o un poco peores para aprovechar las oportunidades o superar los problemas importados.

En las últimas décadas hemos desactivado nuestra creatividad, no hemos reaccionado como sociedad a favor de nuestros intereses ni hemos influido decisivamente sobre los problemas que nos afectan. Quienes nos gobiernan tienen la obsesión por los balances que nunca les cierran pero han sido incapaces de conducir iniciativas de desarrollo. Nos sumamos incondicionalmente al Cavallo del '91 y al otro más averiado del 2001 cuando pasó a comandar una economía desahuciada. El 13 de enero del '99 dejamos que Brasil, nuestro mejor socio, se nos escapara. Aceptamos las influencias externas con fatalidad. No nos sentimos capaces de operar a nuestro favor en el espacio que nos deja la globalización. Esto es un problema del oficialismo de ahora y del de antes, pero también de la oposición que durante décadas no ha agregado ideas a su repertorio.

Por su parte, el orden mundial nos cierra caminos y nos ha tratado en forma injusta. Pero también es cierto que ese orden es más fácil de imponer a un país débil, sin creación de opciones, con escaso debate y en el cual las corporaciones internas juegan en contra. Más aún si nuestro endeudamiento, el cual hacemos crecer metódicamente cada año, nos hace más vulnerables y nos obliga a mendigar. Hace unos cuantos meses elegimos un candidato que nos habló abundantemente de desarrollo. Después de tantos años, tuvimos la esperanza de volver a tener un modelo y una estrategia para avanzar. Sin embargo, se volvió a comprobar que no es lo mismo gobernar que ganar elecciones. Hoy tenemos menos energía que nunca pero con más frustración.

Durante muchos años, pensamos abundantemente en las cosas que hacían al bienestar de los ciudadanos, inventamos modelos e imaginamos trayectos. Hasta el gobierno creó la CIDE para pensar, hacer programas y evitar que la vida nos encuentre desprevenidos. Todo el país reflexionó, diagnosticó y programó. La generación que fue joven en los '60 creyó que los programas podían evitarnos lo indeseable, pero todo salió mal. Muchos pensaron que el mal estaba en la reflexión y en los intentos de programar el futuro. La era militar descalificó las ideas y no le facilitó las cosas al conocimiento, a la creación y al debate. Para acentuar la confusión, por esos años cambió el paradigma universal. Thatcher, Reagan y Pinochet encabezaron los inmensos cambios que experimentó la gente y sus ideas en todo el mundo en el fin de siglo, apenas una década después del mayo del '68.

La globalización promovió el crecimiento de la riqueza en los países centrales hasta extremos inéditos, mientras que simultáneamente la miseria, la exclusión y las desigualdades se reprodujeron hasta la sordidez en la periferia. A través de diferentes mecanismos, las decisiones nacionales se vieron influidas en forma creciente por organizaciones y reglas supranacionales, en particular luego de la caída de Europa Oriental. Las decisiones universales se centralizaron bajo una gendarmería implacable para los desobedientes. Hay que decir que estas reglas de juego fueron francamente asimétricas y países como el nuestro sentimos que nos despojan todos los días.

La esperanza de que los mercados resolverían las desigualdades y promoverían el desarrollo de la periferia se frustró y no existió ningún plan B para atender las fallas de los mercados. Hace dos siglos que los economistas saben que los mercados fallan y que es necesario considerar esas eventualidades cuando se diseñan estrategias económicas. También sabían que, de alguna manera eficaz, los Estados debían hacerse cargo de las fallas de los mercados para garantizar el desarrollo. Los países centrales lo resolvieron aceptablemente a su favor y en contra nuestra. Nuestro Estado, por el contrario, se ha transformado en una tesorería sin ideas, sin imaginación, sin valores ni prioridades ni sensibilidad. Hemos sido torpes para manejarnos en el contexto global. Compramos el lote completo. Los países del Primer Mundo, pero también Brasil o Chile o México o los Tigres del Asia, fueron capaces de filtrar, seleccionar, graduar, rechazar componentes del paquete y potenciar otros. Notoriamente les ha ido mejor. ¡¡Nosotros juiciosamente nos alineamos con Argentina!!

En una década suprimimos la industria nacional. Ahora estamos empeñados en terminar con la ganadería, la lechería y el arroz, orgullos y modelos para la producción nacional por eficiencia, tecnología, calidad, articulación agroindustrial, competitividad y crecimiento, entre otras razones. Algo parecido hemos hecho con el turismo y las amenazas de estas semanas nos indican que las cosas no pararán aquí y que el embotamiento y la negligencia siguen activos. Hace años que no tenemos visión de largo plazo, estrategias, modelos, programas, planes ni coherencia. El entendimiento para resolver conflictos es lo que permite superar enfrentamientos y progresar. Entre nosotros hace tiempo que entramos en una espiral de intolerancia y toda la energía de nuestra sociedad se aplica a enfrentamientos cuyo resultado suma siempre cero.

Es ostensible y ejemplar cómo Europa, especialmente la Europa Mediterránea, que es más parecida a nosotros, ha manejado sus problemas en los últimos 20 años. Han sabido gobernarse partiendo de economías más cerradas, más burocráticas y corrompidas. Sus partidos políticos y los gremios eran más poderosos y tenían historias más largas de enfrentamientos, represión y violencia. Sin embargo, hubo un espacio para encontrar los consensos en lugar de pivotear sobre los desencuentros. Hoy Portugal, Grecia, España o Italia nos dan envidia.

Nuestro gradualismo o el hacer las cosas a la uruguaya ha resultado un sucedáneo para evitar los acuerdos entre intereses conflictivos que permitan superar obstáculos. Como no podemos superar los grandes desacuerdos, solamente hacemos avances minúsculos resueltos en un cenáculo y no en los órganos de la democracia. Nos seguimos deleitando con la idea de que somos los mejores y dejamos de lado que somos los que desmejoramos más rápido. De a poco vamos hacia una bancarrota que no puede ser evitada por un presidente con ideas pero sin modelo, inteligente pero caprichoso, sin equipos, ni método, ni capacidad de gerencia que haga posible un pacto con la realidad para mejorarla.

En términos mucho más concretos, no hay propuestas ni modelos de salida. No hay reflexión ni diálogo. El sistema político está guiado por el objetivo principal de su propia auto-reproducción y no por los intereses y necesidades de la gente. Para ello el oficialismo usa el aparato del Estado en provecho propio y trenza la negligencia con la corrupción. Por su parte, la oposición está fascinada con los réditos derivados de cultivar la bronca, la frustración y el resentimiento. El desarrollo en una sociedad partida debe comenzar por lograr acuerdos suficientes acerca de modelos, oportunidades, obstáculos, prioridades y trayectos que nos permitan tomar medidas que necesariamente van a redundar en ganadores y perdedores. Hoy estamos perdiendo todos y parece un buen momento para empezar.

2. Una historia de desilusiones

Pero nuestros problemas no se vinculan exclusivamente a esta coyuntura. Días atrás, en la Universidad, Michele Santo nos recordaba que en los últimos 52 años el Producto por habitante en Uruguay había crecido a una tasa promedio de solamente 1,07% anual. Agnus Maddison, en su trabajo sobre las tendencias comparadas del crecimiento mundial, nos permite apreciar la magnitud de nuestro rezago respecto del mundo. Nuestro crecimiento por habitante ha sido prácticamente la mitad del que tuvo el mundo en su conjunto y cerca de la tercera parte de lo que crecieron las regiones que no tuvieron catástrofes sociales y políticas (ver cuadro en página 7). Si consideramos el crecimiento absoluto, nuestra comparación con África y América Latina (cuyas tasas de aumento de la población se aproximan al 3% anual) empeora notablemente.

Santo, además, nos hacía notar que desde 1944 (en 59 años) habíamos crecido solamente durante tres períodos, los cuales, sumados, representaron sólo 28 años: de 1944 a 1954 la primera fase, la más sostenida e intensa; de 1974 a 1981 la segunda y de 1991 a 1998 la tercera. En los 31 años restantes o caímos o flotamos. Como nos lo proponía Santo, esta trayectoria histórica nos lleva a pensar que las dificultades para crecer, para invertir, para emplear productivamente nuestros recursos, para mejorar nuestro ingreso y asegurar el bienestar de la gente, no son algo reciente ni coyuntural, sino que es un síntoma sexagenario, que en cualquier caso se arrastrará por unos años más.

3. Nuestra modalidad de crecimiento

Ante la presencia de un desempeño tan negativo, nos nace una inevitable aspiración de conocer mejor, por un lado, cuáles son las razones de largo plazo que explican nuestras implosiones cíclicas y, por otro, extraer algunas enseñanzas para guiar nuestro futuro con mayores garantías de éxito. A este nivel precientífico, yo agregaría otras connotaciones o hipótesis para la caracterización de nuestras tendencias de desarrollo. Diría que la lentitud del crecimiento del ingreso no constituye la única deficiencia, ni la más grave. Entre otras características negativas de nuestro desarrollo, agregaría las siguientes:

Vulnerabilidad. Sin duda que el bienestar de los ciudadanos se basa no solamente en su ingreso, sino también en la seguridad sobre el futuro propio y de quienes forman parte de su entorno. En cada una de las fases de crecimiento y decadencia señaladas, existieron sectores de negocios que se levantaron con ímpetu, respaldados por inversiones, esfuerzos, construcción de empresas y organizaciones, apertura de mercados, capacitación de personas y una fabulosa inversión de capital humano y material. En la fase de declinación, todo este esfuerzo se destruye en medio de quiebras y deudas impagables. Junto a empresas y sectores, se entierran esfuerzos irrecuperables para construir piedra sobre piedra, como construyen las sociedades exitosas. Entre las sociedades serias, los vaivenes de la economía determinan años buenos y años malos, pero nunca los extremos de auge y destrucción a los que estamos acostumbrados.

En los años '50 se invirtió en una industria de sustitución de importaciones en la cual fabricábamos de todo, aunque caro y de baja calidad. Pero en los '70 se había desmoronado. A mediados de los '70, se crearon exitosamente condiciones para favorecer la diversificación de las exportaciones. Se desarrollaron con carácter exportador, entre otras, la lechería, el arroz, la cebada, la industria textil moderna, el cuero, la pesca y muchas otras que han desaparecido o vegetan a la sombra del remate judicial. Se aumentó el empleo, se crearon profesiones, surgieron empresarios, plantamos banderas en los mercados del mundo.

Pero, hacia fines de los '70, los enormes flujos de financiamiento externos que nos trajeron fugazmente una riqueza inesperada promovieron un proceso de atraso cambiario, pérdida de rentabilidad, endeudamiento de empresas y quiebras generalizadas que explotaron en la ruptura de "la tablita" en el '82, que nos sumió en casi una década de esfuerzos de recomposición. Tuvimos como hasta hace poco la fantasía de que podíamos vivir bien de la plata prestada y que no valía la pena cuidar nuestra producción. Las pérdidas se miden en trabajadores, profesionales y empresarios que no se reciclan y son condenados a la muerte civil, empresas, instituciones y organizaciones que desaparecen y no entran en ningún balance. En este preciso momento estamos todavía en una fase temprana de un nuevo genocidio de capital humano y social.

Inequidad y deterioro de las condiciones de convivencia. La misma se asocia ciertamente a la vulnerabilidad del proceso de crecimiento. No se puede destruir sectores económicos sin provocar impactos negativos en la sociedad. En nuestro país, los procesos de descomposición social derivados de las crisis económicas traen pobreza, exclusión, pérdida de valores, violencia y en general ruptura de las condiciones de convivencia, sin duda un aspecto esencial del bienestar colectivo. Muchas de las cosas que aquí ocurren son tendencias mundiales. Sin embargo, aquí surgen y se reproducen sin filtros, sin que ni siquiera el problema sea tratado de acuerdo a su gravedad. Si se habla de delincuencia, se mencionan las cárceles y la policía, y si se habla de pobreza se piensa en asistencialismo y los políticos especulan sobre el rédito político de repartir algo a cambio de votos. Desde el Estado, se piensa muy poco en facilitar el acceso a mejores oportunidades para los ciudadanos más vulnerables.

En pocos años, pasamos de una sociedad de iguales, compartiendo valores, ejemplo de convivencia, a una sociedad fracturada, con valores encontrados, dominada por la violencia y la inseguridad. Hoy, a nivel urbano, existe un verdadero apartheid. Se rompió nuestro arraigado y apreciado tejido social, basado en un padrón de valores y conductas homogéneamente acatados. La clave es que ese tejido se asentaba en un sistema económico integrador. Destruimos las fábricas, que eran la base del empleo urbano, y no las sustituimos por nada. Ahora estamos destruyendo el incipiente encadenamiento de actividades de base agropecuaria y el turismo. El mejor termómetro de la crisis de gobernabilidad que atravesamos es la falta de prioridad para detener la descomposición social. Por negligencia y omisión estamos destruyendo la convivencia, perdiendo de esta forma el más valioso capital de nuestra sociedad.

Dependencia externa. Nuestras estrategias de desarrollo no han previsto medidas para amortiguar la vulnerabilidad proveniente de los cambios externos. No creamos defensas para neutralizar lo pasajero y apostar al largo plazo. A fines de los '70 y durante los '90, apostamos en dos oportunidades a un shock de riqueza ostensiblemente no permanente y no sostenible. Obstaculizamos el crecimiento de las actividades productivas más sostenibles y capaces de generar empleo y riqueza de base local, en pos de una ilusión que duró pocos años de frivolidad y nos trajo, dos veces en 20 años, profundas crisis evitables.

Entre 1974 y 1979, durante la dictadura, tuvimos una fase de crecimiento conducida desde adentro, la cual contó con limitado apoyo externo y de la cual podríamos extraer buenas lecciones. La misma lamentablemente no contó con una base democrática de elaboración y consenso. La apuesta de hoy debería consistir en concebir una estrategia que resuelva nuestros problemas y que cuente con respaldo ciudadano. Lo primero se demostró que es posible. Lo que hoy más hace falta es la gobernabilidad para encarar lo segundo.

Liderazgo del sector agropecuario. Todas las fases de crecimiento del último medio siglo se han apoyado directa o indirectamente en el sector. En los años '50, los excedentes del sector financiaron el desarrollo industrial. En los años '70, la apuesta fue a la diversificación del sector y al agregado de valor a sus productos. En los '90, el crecimiento de la producción de carne, arroz y leche representó la locomotora del desarrollo del país. En el futuro, muchas actividades de alta productividad tendrán oportunidades de desarrollo y será bueno mejorar la diversificación y bajar la vulnerabilidad. Pero también es difícil pensar en un desarrollo vigoroso y equitativo que no atribuya un rol prioritario al sector agropecuario.

4. Conclusión

Crecemos poco y espasmódicamente. Cuando crecemos nos apoyamos exageradamente en circunstancias externas y transitorias que nos someten a una elevada vulnerabilidad. Nuestra modalidad de crecimiento ha creado condiciones de desarrollo humano excluyentes, que no han permitido un acceso igualitario para todos los sectores de la población a las oportunidades que se van creando. La exclusión ya lleva más de una generación, de manera que se están reproduciendo entre generaciones condiciones de apar-theid, contrastando con el Uruguay de la movilidad social que conocimos hace unas décadas. Ello, a su vez, nos ha llevado a una severa pérdida de la calidad de la convivencia social.

Podríamos agregar que nuestro desarrollo sin manija no crea condiciones propicias para la defensa de valores humanos y del patrimonio cultural. Tampoco para la defensa del patrimonio natural, al cual agredimos sin piedad, aunque afortunadamente la destrucción no ha llegado todavía a afectar significativamente su calidad, pero en eso estamos.

Es posible guiar estratégicamente el desarrollo de un país para obtener ciertos resultados, evitar riesgos y reducir los impactos negativos. Tenemos algunos ejemplos en nuestro pasado y otros, más presentes, en otros países del mundo. La base para orientar nuestro futuro se debe situar en la posibilidad de alcanzar un acuerdo de gobernabilidad que asegure el logro simultáneo de los diversos objetivos del desarrollo, los cuales no consisten solamente en crecer. El acuerdo de gobernabilidad no parece compatible con un sistema político donde el oficialismo se dedica a utilizar al Estado en beneficio propio y la oposición a cultivar el resentimiento.