Los
temas de El País .El 87% de los uruguayos dicen que cada
vez hay más niños que piden limosna en la calle y
la mayoría (60%) piensa que ningún plan los sacará
de allí. Los pocos que trabajan con ellos aseguran que los
pueden rescatar. Esos pequeños están en el principio
de un camino cuyo final es dramático: entradas en el Iname
y --si nadie hace nada-- cárcel. Pero, ¿cómo
son? ¿Cómo piensan?
Los
desconocidos de la calle
Los
expertos y la opinión pública no se ponen de acuerdo
sobre si es o no posible rescatar a los niños de la calle
ENRIQUE
ETCHEVARREN ROSA AGUIRRE
Están
justo al comienzo de un camino amargo que suele conducir a la marginación
total y a la delincuencia temprana. Los uruguayos perciben que cada
vez son más los niños que, haciendo malabares en las
esquinas o vendiendo estampitas en los ómnibus, les hacen
pasar --sin proponérselo-- el mal rato de enfrentarse a su
drama.
El
87% de los consultados en una encuesta realizada por Consultora
Datos para El País percibe que su número ha aumentado
respecto a un año atrás.
Nadie
es indiferente ante estos niños de la calle, pero la mayoría
(60%) cree que no es posible solucionar el problema con un plan
concreto que los saque de ese medio, sino que consideran que se
trata de un tema "estructural" de la sociedad.
En
contra de esa opinión mayoritaria, algunos cientos de uruguayos
aseguran que estos menores pueden ser rescatados: son aquellos que
trabajan en programas que atienden niños en situación
de riesgo.
"Si
los chicos entran en un programa salen de la calle, se integran
al sistema educativo y luego al mercado de trabajo. Esa es nuestra
experiencia en muchos casos", asegura Gonzalo Salles, psicólogo
de "Gurises Unidos", aunque reconoce que otros fracasan
y en ese caso su alternativa es "terminar en la cárcel".
DESCONOCIDOS.
Si bien son muchos los actores sociales y políticos que hablan
sobre lo que habría que hacer con ellos, el perfil del niño
de la calle es una incógnita para el ciudadano común.
¿Dónde viven? ¿cómo piensan? ¿qué
prioridades y qué valores tienen? ¿cómo actúan?
Hasta
su número es objeto de versiones y confusiones.
No
son mil como se difundió esta semana en los medios. Ni tampoco
son 1.070, que en realidad es la cifra de pequeños en esa
situación que son atendidos por programas del Iname.
Concretamente,
nadie sabe cuántos son dice Jorge Freyre, coordinador general
de "Gurises Unidos", que señala que "no hay
datos nacionales serios" que permitan determinar que cantidad
de menores viven en la calle.
Según
las cifras oficiales, 389 niños de la calle son atendidos
por el Iname en Montevideo y 90 son captados por refugios de organizaciones
privadas. En el interior la cobertura alcanza a 528 pequeños.
Más
allá de la cantidad de casos, el bucear en la forma en que
vive y piensa un niño que crece en la calle permite descubrir
lo poco que el ciudadano común sabe sobre ellos.
Un
relevamiento realizado por El País con un grupo de especialistas
que trabaja con ellos intentó definir un perfil.
Los
niños de la calle van a la escuela, pero fracasan, por lo
general piden para sus padres y sus hermanos; duermen en sus casas,
pero si están peleados con sus familias saben a quien recurrir
para encontrar lugar en un refugio, fundamentalmente en el invierno.
Se cuidan de no "quemar" la zona en que trabajan y tienen
un código de valores muy alejado al del resto de la sociedad.
Los
especialistas dice que lo que también saben --o lo perciben
muy pronto-- es que el recurso de pedir limosna les va a durar poco
tiempo.
El
punto de quiebre llega, según los especialistas, alrededor
de los 12 o 13 años, cuando su aspecto deja de provocar la
pena y la solidaridad que mueve a los transeúntes a darles
una moneda. En ese momento deben cambiar su estrategia para sobrevivir
y la decisión muchas veces es la violencia.
El
camino desde ese punto hasta la cárcel es sólo cuestión
de años.
NIÑOS
SIN TIEMPO. En algún momento los niños de la calle
van a la escuela, dicen los especialistas, pero suelen fracasar
tempranamente. Los técnicos lo denominan "choque cultural",
pero esa circunstancia es resultado de una forma de ser, pensar
y actuar diferente.
El
niño en la calle está marcado por la "inmediatez",
para él todo ocurre todo a la vez, lo quiere todo "ya"
y no piensa en términos de procesos ni de futuro. Tampoco
tiene noción del tiempo ni del horario, dicen los especialistas.
A la
hora de concurrir a la escuela el choque es inevitable: no comprenden
que hay un momento para atender el pizarrón, otro para hablar
y otro para el recreo; que hay un proceso que obliga primero a escuchar,
luego pensar y finalmente actuar. Es una adaptación difícil,
aunque los especialistas dicen que no es imposible y aseguran que
pueden relatar casos exitosos de recuperación educativa de
los niños.
A esa
forma de pensar se suma otra características al fracasar
reiteradamente en lo que emprenden son poco tolerantes frente a
los problemas y dificultades, tienden a abandonar rápidamente
el esfuerzo y en especial la escuela que les impone el desafío
de concurrir a clase.
El
abandono escolar desemboca muchas veces en analfabetismo y, más
tarde, en exclusión del mercado de trabajo.
VALORES.
El niño en la calle tiene también su propia escala
de "valores", distante de la socialmente aceptada y que,
muchas veces, explica los incidentes en que se involucran.
Su
principal objetivo es "generar ingresos" y, para conseguirlos,
adoptan una serie de estrategias de supervivencia, explica Salles.
En
su código de honor el no delatar a los de su grupo es uno
de esos valores, aún cuando no teman venganzas. "Esto
explica el gran número de menores que prefieren ser acusados
por un delito que no cometieron, antes que delatar a otro. Argumentan
orgullosos 'yo no soy buchón", dice Salles, y aclara
que esta conducta es una manifestación del sentido de solidaridad...
tal como se entiende en la calle.
A la
hora de marcar la nota predominante de su carácter, los especialistas
dicen que es "el aferrarse a la vida", que en su caso
es sobrevivir a situaciones penosas. Según el psicólogo,
"desarrollan una gran capacidad para sobrellevar adversidades
sin descompensarse, sin llegar a la locura o el suicidio. Eso les
permite sobrevivir".
Otro
valor al que se aferran es la figura de su madre. "Son capaces
de soportar destratos sin reaccionar, pero un insulto contra la
madre provoca una reacción explosiva", explica Salles.
En
cuanto a cómo reaccionan ante los problemas su conducta está
marcada por la acción. No pueden discutir, ni tienen demasiados
argumentos para buscar soluciones a un problema: actúan por
impulso antes que razonar.
Ese
es quizá el comienzo de sus dramas.
Llegan
al Pereira solos y cuando es grave
La
vida de los niños en situación de calle transcurre
rodeada de peligros, pero no son ellos los que habitualmente colman
las salas de emergencia en el Pereira Rossell. Porque esos niños
no concurren a los hospitales por lesiones menores que ellos mismos
puedan manejar.
"Cuando
llegan al hospital es porque tienen algo serio, por ejemplo un traumatismo
de cráneo que es una lesión típica del accidente
de tránsito", dice Walter Pérez, pediatra del
Hospital Pereira Rossell.
Sin
embargo, convivir con el tránsito no los hace accidentarse
más que otros niños que llevan vidas más ordenadas
porque, entre las estrategias de supervivencia que desarrollan,
incorporan la de ser más invulnerables a los accidentes de
tránsito.
Pero
no sólo el tránsito les es adverso. El frío,
la lluvia, la humedad los exponen a múltiples enfermedades,
como las infecciones respiratorias. También, como desde muy
chicos acceden a conductas peligrosas, como el tabaco, los inhalantes
o la marihuana, Pérez asegura que "estos riesgos hacen
que esos niños tengan una expectativa de vida menor".
Por
otra parte, no se someten a controles médicos por eso es
habitual que sufran problemas de visión, sordera, dislexia,
nutrición porque están mal alimentados, y una infinidad
de afecciones más. "Pero como no se sabe, no se corrigen
y los problemas se agudizan", sostiene el médico.
Para
Pérez los niños no siempre están dispuestos
a integrarse a un programa para salir de la calle. "Yo creo
que no son tantos como para no poder cubrir sus necesidades básicas,
ir cambiando sus hábitos y ofrecerles otras cosas",
dice, "pero lo que no tiene que pasar es que lo sientan como
una reclusión porque fracasás. Y el resultado será
que algunos niños comprarán el proyecto y otros no".
"Si
vengo con el niño saco el doble que si estoy sola"
Un portero de la Ciudad Vieja mira a un grupo de pequeños
y recomienda a dos de ellos: "Esos son buenitos, la mamá
los cuida... en invierno tienen campera"
MAGDALENA HERRERA
Se
llama Jorge y tiene 11 años. "Me dicen Cuncún,
pero no me gusta", aclara con una sonrisa divertida. Walter
es un año menor y así como no le gusta hablar mucho,
tampoco le agrada su apodo, Caqui. Son hermanos, y todos los días
deambulan por Ciudad Vieja en busca de algún dinero para
llevar a casa. Los comerciantes y porteros de la zona los conocen,
y parecen tenerles bastante simpatía. "Estos son buenos,
no son como otros. Además van a la escuela y la mamá
los cuida porque en invierno tienen campera. Nunca vienen golpeados",
dice el encargado de un edificio de la peatonal Sarandí mientras
conversa animadamente con ellos.
La
madre y algunos de los hermanos pequeños de Jorge y Walter
llegan un poco más tarde. Entre todos reúnen alrededor
de $ 100 diarios. "Con 100 nos alcanza. A veces solo juntamos
60, porque la gente está pobre. Hoy, por ejemplo, no nos
alcanzó para comprar la leche para Jimena. Pero tenemos una
vecina que nos ayuda", dice Jorge, mientras su hermano Walter
mira con ojos desconfiados.
--¿Quién
es Jimena?
Jorge
--Mi hermanita, recién nacida. A veces mi mamá la
trae y otras se queda con mi hermana más grande, que está
en el liceo.
--¿Cuántos
hermanos tenés? --Diez, dos están en el liceo. Y Fabián,
el más grande de todos, que tiene 21, trabajaba en una juguetería,
pero cerró y se quedó sin nada. Ahora está
buscando algo. No tengo papá.
--¿No
tenés?
--Bueno,
tener tengo. Pero se pelearon.
--¿Y
lo conocés?
--No,
sé que vive en algún lugar por acá. Pero no
lo vi nunca.
--¿Sabés
como se llama?
--Jorge,
igual que yo. (Se ríe, mientras Walter escucha todo pero
solo le dice a su hermano: "vamo'").
--Bueno,
no sé como se llama. Pero me gustaría que se llamara
igual que yo.
Los
dos niños viven junto a su madre y 8 hermanos en una construcción
de dos habitaciones, según dicen, en el "camino del
Verdún". Todos los días vienen en ómnibus
para estar a las 8 de la mañana en una escuela de Ciudad
Vieja, donde cursan tercer año. "A veces nos dormimos,
pero casi siempre vamos. Hoy estamos desde las 8 aquí, porque
había una reunión, y no tuvimos clase. Ayer no pudimos
ir tampoco", cuenta Jorge.
Luego,
se dirigen a los alrededores de la Plaza Matriz. Allí se
quedan hasta pasadas las 5 de la tarde, pellizcando alguna hamburguesa,
gaseosas y helados gracias a la solidaridad de los negocios gastronómicos
de la zona.
--¿Les
gusta la escuela?
Walter
--No.
Jorge
--No. A mí me gusta jugar al fútbol.
--¿Así
que están en el mismo año?
Jorge
--Sí, porque yo repetí tercero. La maestra decía
que yo no hacía nada. Pero la verdad fue que repetí
porque no hice unos deberes. Teníamos que llevar una planta
grande, que había que pesar, y yo no tenía ninguna.
--¿Cuándo
hacen los deberes?
--Después
que nos vamos de acá.
--¿Saben
quién es Artigas?
Jorge
-- ¿?
Walter
--No.
(Interviene
el encargado de un edificio y les pregunta de quién es el
monumento de la Plaza Independencia).
Jorge
-- Ah, ese Artigas.
--¿Qué
van a ser de grandes?
Jorge
--Yo voy a ser futbolista. Por eso no me gusta la escuela, porque
no me dejan jugar al fútbol. Pero a mí nadie me para,
ni el director.
--¿Y
a ti Walter?
Jorge
--El también futbolista. Nos gusta jugar a las maquinitas.
A PEDIR.
Sobre mediodía, Jorge y Walter saben que no pueden continuar
la cháchara. Es hora pico en recaudaciones, y también
comienza a aparecer la competencia, alguna de la cual ofrece estampitas
o curitas a cambio de unas monedas.
Con
cara de circunstancia, Jorge se acerca a un ejecutivo de traje y
murmura unas palabras. Unos segundos después retorna con
sonrisa y algunas monedas. A ese mismo hombre, quien se sienta a
almorzar en uno de los boliches de la Bacacay por no más
de una hora, se le acercan otros cinco gurises ofreciéndole
estampitas o simplemente solicitándole una monedita para
el pan. "Hay que pedir, pero decir que es para la leche o para
la comida, así te dan", dice uno de los recién
llegados sumándose a la ronda. "Yo sé de esto",
concluye antes de irse con una mochila a cuestas.
Jorge
y Walter están mejor vestidos, y hasta parecen más
contentos que el resto de los siete niños que andan en la
vuelta, quienes consultados, solo uno también asiste a la
escuela. "Vienen de vender en los ómnibus", cuenta
el que aparenta ser el mayor. "No", responde otro, "yo
vengo del hogar, me dormí".
De
cinco personas a quienes les ofrecen estampitas, dos parecen no
verlos y las otras tres le dan dinero, aunque no aceptan el intercambio.
Las estampitas pasan de mano en mano, pero vuelven a sus pequeños
dueños.
Niños
tan pequeños como Jorge, Walter y los demás se encuentran
generalmente durante las tardes en las calles de Ciudad Vieja y
Centro, en los alrededores de los shoppings y de las iglesias, y
en los ómnibus. Salvo, los bebés quienes, en brazos
de sus madres, se instalan desde la mañana en esquinas estratégicas
de la ciudad como Bulevar Artigas y Avenida Brasil, Sarmiento y
21 de Setiembre, y Avenida Italia y Ricaldoni. "Si vengo con
el niño me dan casi el doble que cuando estoy sola",
dice una de esas mamás, quien pernocta en un hogar nocturno
y asegura que durante el día no saca más de $ 50.
"Es para la leche de él", aclara.
--¿No
le dan leche en el hogar?
--A
veces sí. Hoy no.
Otras
esquinas con semáforo de la Rambla, de Avenida Italia o de
Bulevar Artigas congregan a los adolescentes y jóvenes. Allí
se intercambia servicio (lavado de parabrisas) por dinero a voluntad,
o se ofrece un pequeño show de malabares para sensibilizar
a los ciudadanos. Una joven, que no quiere decir su nombre, llega
temprano a la intersección de Bulevar Artigas y Bulevar España,
para hacer calentamiento en el cantero del medio mientras espera
que aprete el tránsito. "Y... se puede hacer entre $
50 y $ 100 por día. Si no llueve, claro". Sus colegas
del malabar arriban cerca de las 9 y media de la mañana,
y enseguida se ponen a trabajar. "Nosotros no mendigamos y
por lo menos no salimos a robar, como otros. Como no hay trabajo,
hacemos esta changa. Pero ofrecemos algo a cambio", dice uno
de ellos.
A simple
vista, sin rigurosidad, no son muchos los conductores que colaboran
cuando la luz roja los detienen. "No todos tienen --los excusa
la joven malabarista--pero a lo largo del día suma".
|