Crónica de un fracaso que no termina

Chacho Alvarez rompe el silencio

Tras dos años de absoluto silencio, el ex vicepresidente argentino da su versión sobre el fracaso del gobierno de la Alianza.

La Nación, Grupo de Diarios América

Después de dos años de ostracismo, el ex vicepresidente argentino revela en un libro de diálogos con el periodista Joaquín Morales Solá, Sin excusas, la trama secreta de los sobornos en el Senado, su conflictiva relación con Fernando De la Rúa, las causas de su renuncia y los errores que condujeron al fracaso de la Alianza. Lo que sigue es un pasaje del libro:

—Desde hace dos años, a partir del momento en que renunció a la vicepresidencia, usted se negó a cualquier participación pública, ya sea política, partidaria o mediática. ¿Por qué optó por el ostracismo?

—Fue la manera más contundente de reconocer los errores que cometí en el proceso de conformación y de gobierno de la Alianza. Me parece patética la situación de aquellos dirigentes políticos que han protagonizado varios fracasos y siguen derramando certezas y verdades como si nada hubiera ocurrido en nuestro país.

—¿Se retiró para siempre de la política? ¿O volverá a ella una vez transcurrido el tiempo del purgatorio?

—Nunca me fui de la política. Hablo de la política en el sentido más amplio, la política entendida más allá de lo partidario y de la competencia por los cargos y por el gobierno. Si lo que me está preguntando es si voy a volver a la lucha partidaria, le respondo que no. Por eso este libro, que hacemos juntos, no debe entenderse como un atajo para volver a la vida partidaria. Se trata de saldar, en parte, una deuda con la gente, que reclama una explicación de mi renuncia. Después de todo lo que se dijo y de las distintas interpretaciones era tiempo de dar mi propia visión, con el mayor nivel de honestidad intelectual, reconociendo todos los errores que cometí y sabiendo de antemano que ninguna interpretación alcanza para compensar la desilusión de la gente que nos acompañó en la construcción del Frepaso y que creyó en la vocación de cambio de la Alianza.

—Cuando usted resultó elegido vicepresidente, ¿cómo fue la recepción que le hicieron en el Senado? Porque allí llegó como vicepresidente, pero en realidad tenía un solo senador. ¿Cuál fue su primera impresión del Senado? Este dato me parece importante en función de lo que pasó luego.

—Inmediatamente después de la elección supe que el Senado iba a ser un problema central por resolver. Conociendo los mecanismos que allí siempre funcionaron —las trabas y transacciones para el tratamiento de las leyes, los nombramientos de los jueces, etc.— sumados a la mayoría peronista y con un Ejecutivo de distinto signo político, todo hacía suponer una relación muy compleja. Sólo había dos posibilidades: la negociación —esto es, continuar con el mismo sistema imperante— o enfrentar a los protagonistas de esas viejas prácticas con la sociedad. Yo decidí hacer lo segundo, aunque visto desde ahora reconozco que lo hice sin que mediara una estrategia que asegurara el éxito. Por lo pronto, sin estar seguro del apoyo presidencial.

—Recuerdo que el radicalismo en el Senado era profundamente antidelarruista. Era tal vez el sector del radicalismo menos convencido de la necesidad de la Alianza. ¿Usted sintió rápidamente esa disidencia de fondo?

—Más allá de delarruistas o no delarruistas, lo que viví como experiencia era la nula vocación de la mayoría de los senadores para cambiar el estado de la situación, y por supuesto un fuerte espíritu corporativo que hacía impensable cuestionar las prácticas y los privilegios que existían en la institución. Todos creían que el cumplimiento de las promesas de campaña pasaba por otro lado y no por el lugar en donde cada uno actuaba. Este pensamiento justificador, y a la vez conservador, estaba muy extendido y operaba como sostén para hacer altisonantes discursos antimodelo, que contrastan absolutamente con las conductas personales y las prácticas cotidianas. En nuestro país, para evitar la competencia desleal, el bipartidismo construyó un sistema de garantías mutuas, según las cuales no se afectarían intereses ni negocios. Este sistema contaba con socios en el poder económico, y fundamentalmente con el amparo de los sectores clave del Poder Judicial, para dar inmunidad en el campo legal. (...) En el Senado había situaciones intolerables. Empleados que cobraban dos sueldos del Estado por trabajos realizados en los mismos horarios, senadores que cumplían sus mandatos y dejaban a sus empleados —que se iban acumulando como capas geológicas— gente que se jubilaba, seguía trabajando y cobraba dos sueldos, viajes al exterior injustificables y sin control de viáticos, mucho personal que cobraba sin ejercer ninguna función. En el plano parlamentario había casi tantas comisiones como senadores, ya que esto les permitía mayor nombramiento de asesores, partidas presupuestarias, infraestructura, etc. Estas comisiones, en algunos casos, no llegaron a reunirse nunca. Cuando asumí hablé con algunos senadores, incluso del justicialismo, y les planteé un esfuerzo conjunto para mejorar la institución. Pero era evidente que la mayoría no quería enfrentarse con situaciones de privilegios que venían de muchísimos años atrás.

—¿Cuáles fueron las primeras señales en el Senado de la existencia de los sobornos?

—La primera versión surge de un artículo suyo en La Nación, a fines de junio de 2000. Entonces comenzó a observarse cierta intranquilidad y nerviosismo en algunos senadores. En una sesión de la Cámara —en la que yo no estaba— el senador Antonio Cafiero planteó una cuestión de privilegio tomando como base esa nota. Yo no había participado de ninguna de las reuniones en las cuales se negociaba la ley de reforma laboral. Recuerdo una reunión del gabinete en la que el ministro de Trabajo, Flamarique, se quejaba por las interferencias y la gran cantidad de interlocutores que se superponían en las conversaciones sobre el tema. (...) Después de una segunda mención de los sobornos, en otro de sus artículos dominicales, el senador Cafiero me pidió una reunión y me transmitió sus certezas sobre la existencia de sobornos para sancionar la ley laboral. Convinimos en plantear una investigación a fondo del tema. La forma por la que optó Cafiero para comprobar sus sospechas consistía en hacerse pasar por cómplice y mostrarse indignado porque él había cobrado menos, supuestamente, que otros senadores. Así fue escuchando de la propia boca de algunos cuánto habían cobrado, sacándoles de mentira, verdad. Llegó entonces a la conclusión de la existencia de los sobornos. Para mí significaba un gran desafío, porque era evidente que si había habido sobornos, quien había pagado era el gobierno al que yo pertenecía, que continuaba con las viejas prácticas que teníamos la obligación de combatir y remover. La situación me enfrentaba con el gobierno, que intentaba desembarazarse del problema y negar lo ocurrido. (...) Había hablado con el presidente y con Alberto Flamarique. De la Rúa se hacía el “yo no sé nada” o explicaba que la filtración o la denuncia debía obedecer a una interna del propio justicialismo. Y Flamarique sostenía que él había tramitado la reforma sólo en términos políticos, que nada tenía que ver con el pago de los sobornos.

—Entonces tampoco Flamarique descartó los sobornos, simplemente decía que él no había tenido nada que ver.

—De todos modos, es difícil coincidir con la explicación de la división de roles en la negociación. Si él había participado del intercambio de favores era obvio que no me lo iba a decir, en tanto estaba claro que yo no iba a ser cómplice de esa decisión y, por ende, no iba a hacer nada para cubrirlo ni disimular lo que había pasado. Tampoco dejaría correr el tiempo para que el tema terminara diluyéndose y olvidándose, como sucedió con muchos casos de corrupción. Recuerdo una reunión de gabinete muy tensa, porque se habían publicado unas declaraciones mías del día anterior, muy voluntaristas, sobre la necesidad de un proceso similar al del mani pulite —manos limpias— italiano. La mayoría, en esa reunión, quería que el problema desapareciese cuanto antes de la escena pública. En los días posteriores me reuní a solas con el presidente y le manifesté mi preocupación por el caso, ya que nos encontrábamos en situaciones diferentes o, peor aún, contradictorias. El presidente me señaló su incomodidad porque él aparecía en un rol más pasivo, o menos comprometido con la investigación de los hechos. La diferencia era lógica. Los sobornos se habían denunciado en el Senado, la institución que yo presidía, y por lo tanto mi grado de compromiso con el esclarecimiento del tema era muy diferente al del presidente, que era la cabeza del gobierno sospechado de haber pagado.

—¿Qué actitud personal tuvo el propio De la Rúa a lo largo del escándalo?

—Desde el punto de vista político, el gobierno necesitaba seguir contando con ese mismo Senado para aprobar las leyes. Por eso era necesario que todo siguiera igual. El propio presidente había pasado por esa institución y no se le podían escapar las prácticas allí imperantes, ni el sistema de relaciones estrechas que unía a los principales operadores del radicalismo con el justicialismo. Más aún, yo llegué a la conclusión de que el presidente podría ser beneficiario de este sistema. A partir de esta sociedad de De la Rúa con el Senado se comenzó a difundir el relato de una presunta conspiración. Circuló mucho la hipótesis que decía que si se avanzaba en la investigación se estaría ante una estrategia para mejorar mi posicionamiento y amenazar incluso la estabilidad del presidente. (...)

—En algún momento apareció en el escándalo la idea de una conspiración del vicepresidente para quedarse con la presidencia.

—Los senadores justicialistas recurrieron en algún momento a la protección del presidente, y se “abrazaron” a él. El mensaje que cualquiera podía descifrar era el siguiente: “Ojo, que si caemos nosotros te arrastramos a vos”. Es la complicidad que existe en todos los hechos de corrupción entre los que pagan y los que cobran. No hay sobornos sin sobornadores. En este caso, la investigación apuntaba al gobierno y a los senadores. Esta mutua dependencia, por la cual ambos actores debían salir indemnes, los asoció en la teoría de la conspiración. Recuerdo una tarde, en la Casa de Gobierno, junto a De la Rúa y otros dirigentes. Estábamos viendo por televisión una conferencia de prensa del jefe del bloque justicialista, Alasino, denunciando mis intenciones desestabilizadoras. Lo miré al presidente esperando algún comentario desaprobatorio de una acusación tan descabellada. Esa acusación de Alasino no la creían ni siquiera algunos miembros de la bancada justicialista quienes, por el contrario, la consideraban contraproducente. La posición de De la Rúa, que no se caracterizaba precisamente por su expresividad, fue de neutralidad. No hizo ningún gesto de aprobación, pero tampoco de rechazo. En ese momento comencé a percibir que los puentes estaban rotos y que De la Rúa comenzaba a aceptar la teoría que sostenía que yo me quería llevar puestos a los senadores y que mi ofensiva no terminaba allí, sino que después iba por él. Estas son frases textuales de los operadores más destacados de De la Rúa y de quienes más influían en el círculo áulico presidencial. Al regreso del presidente de un viaje a México, le manifesté que era necesario excluir del gobierno a los funcionarios sospechados. Si habíamos sido muy duros y terminantes con Menem, exigiéndole remociones políticas de funcionarios sospechados o denunciados por corrupción, hasta tanto la justicia se expidiera, no había excusas para no ser coherentes con esos antecedentes, a no ser, como pasó casi siempre, que lo que se diga desde la oposición después se olvida cuando se es gobierno. En verdad, se me respondió con los mismos argumentos que en la gestión anterior: que las renuncias presuponían culpabilidad y, por lo tanto, De la Rúa no estaba dispuesto a pedir las renuncias de Flamarique y De Santibañes. La decisión de nombrar a De Santibañes al frente de la SIDE no la considero casual. Era el hombre de mayor confianza del presidente para dirigir un organismo cuyos objetivos estaban, y siguen estando, completamente distorsionados. La Secretaría de Informaciones del Estado ha sido utilizada para operaciones políticas, como las escuchas telefónicas, la persecución a los opositores y las campañas difamatorias. Además, era el único organismo que seguía contando con una cantidad significativa de fondos reservados, cerca de ciento cincuenta millones de pesos, en un momento en el que los habíamos derogado en otras áreas, por ejemplo en el Senado.

—¿Por qué no peleó o no intentó pelear desde adentro? ¿Era imposible eso?

—No existía un espacio identificable como “el adentro”. La estrecha sociedad entre la mayoría de la corporación política del Senado y el gobierno nacional no dejaba ningún resquicio desde donde continuar esa batalla. Contando con senadores propios hubiera sido posible dar la pelea. Pero no era éste el caso. Estaba absolutamente solo. Cuando De la Rúa decidió, con el cambio de gabinete, confirmar a los funcionarios sospechados y dar un golpe de autoridad en mi contra, estaba claro que no me dejaba ningún margen para continuar con esa pelea. Había que pactar o irse.

—¿No debió quedarse adentro para denunciar todas estas cosas, para pedir, por ejemplo, que los jueces se apartaran o fueran apartados?

—Insisto, no había tal adentro. Era como jugar un partido de fútbol —donde participan veintidós jugadores— sin equipo propio, o mejor dicho con sólo dos jugadores —el senador Del Piero y yo— contra veinte del otro bando, la cancha totalmente inclinada y el árbitro designado por los contrarios. Todo esto más la complicidad y los incentivos de la Asociación de Fútbol. ¿Cuál era el adentro? Si analizamos el accionar de la Justicia —al margen del esfuerzo de los fiscales— y la complicidad de un gobierno que cerraba filas con los senadores y reforzaba el poder de los sospechados clausurando las vías políticas de sanción, era evidente que yo debía hacer un gesto fuerte. (...) Este conflicto, desde la perspectiva de la coherencia y el respeto a mis convicciones, no aceptaba términos medios.