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CON
EDUARDO SCHINCA SE FUE EL ESPECIALISTA EN LOS CLASICOS DE LA ESCENA
Murió un grande
En casi cincuenta años
de teatro supo brindar un verdadero magisterio de dirección
y docencia
G.A.R.
Cuarenta y siete temporadas
sobre un escenario, cuarenta y dos de director, cuarenta y ocho
puestas en escena. Las cifras a veces parecen frías, pero
en otras explican la pasión de toda una vida, esa que consumió
ayer a Eduardo Schinca, teatrero excepcional que estaba a punto
de cumplir setenta y dos años.
Elegante por dentro
y por fuera, puso su señorío y su talento al servicio
de las mejores puestas que vió la escena uruguaya en todo
ese período, mayormente en la Comedia Nacional que fue su
segunda casa durante treinta y cuatro años de esa existencia.
Alumno dilecto de Margarita
Xirgu en la Escuela Municipal de Arte Dramático y uno de
sus primeros egresados en l954, se incorporó inmediatamente
al elenco oficial, del que se apartó por decisión
propia en l991 para seguir trabajando en la órbita privada.
Pocos como él tuvieron una base tan sólida y tan bien
aprovechada, ya que a las ayudantías locales de directores
como Estruch, Caviglia, Discépolo y Larreta y del belga Huissman
cuando estuvo en Montevideo, se sumó la beca francesa que
le permitió estudiar directamente en París con Vilar
y Barrault.
ESPECIALISTA. Las características
de esa formación y su propia predilección personal
lo llevaron a ser especialista en clásicos, a los que entendió
y expresó como nadie, desentrañando sus más
recónditos sentidos y respetando los textos al extremo de
no dirigir jamás con las tijeras cerca. Pero esa notoria
preferencia por Molière, Montherlant, Shakespeare, Sheridan,
Schiller, Lorca, Cervantes, Racine, Ibsen, Labiche, Anouilh, Tirso,
Chejov, Sófocles, Eurípides, Calderón, Goldoni,
Valle Inclán, Feydeau, Lope, que abundaron en su repertorio,
no le impidió transitar con igual solidez y excelencia por
los más modernos Pinter, Beckett, Arbuzov, Beckett, Pommerence,
Genet, Albee, o asociarse al descubrimiento de autores igualmente
interesantes pero menos conocidos como Mishima, Mazunder, Alonso
de Santos, Müller, Strauss, Chaurette, Fugard.
Sus años en la
Comedia lo mostraron a la vez como actor, oficio al que aportó
también inteligencia y fina sensibilidad, pero muy pronto
comenzó a pesar su inclinación casi obsesiva por la
puesta en escena, donde se caracterizó por la exigencia y
el perfeccionismo pero con un trato exquisito para conseguir de
sus pares el mayor rendimiento artístico. Por algo todos
lo recuerdan con admiración y cariño, aparte de gratitud
por esa generosa docencia que desplegó dirigiendo, docencia
que también hizo efectiva a través de treinta años
como profesor en la misma Escuela en que él se formara.
PREMIOS. Como no habría
espacio para ennumerar todos sus trabajos, basta citar algunos de
los que recibieron premios aquí y en el extranjero (no le
quedaban vitrinas para los Florencios) como El Cardenal de España
de Montherlant, Las sabihondas de Molière, Noche de reyes
de Shakespeare, Escuela del escándalo de Sheridan, La mujer
silenciosa de Ben Johnson, El Burlador de Sevilla de Tirso de Molina,
Las troyanas de Eurípides y Cuarteto de Heiner Müller
entre otros. Dirigió también en la Argentina, vió
aplaudir su Eurípides en el Festival de Mérida y la
Expo-Sevilla y llegó a incursionar de manera escasa pero
igualmente brillante en la ópera con Hecube de Martinón
y Gianni Scchicchi de Puccini.
Pero todo el impresionante
curriculum pasa a un segundo plano ante la belleza de su condición
humana. Jamás dejó de seguir el trabajo de sus colegas,
rara condición del oficio, a los que juzgó siempre
con particular equidad y permanente sentido constructivo. Su canto
del cisne fue la dirección de Las reinas, donde además
el destino le permitió tener en el elenco a la compañera
de vida, la actriz Judith Palacios, que también pareció
querer despedirlo con una actuación excepcional. El último
aplauso le llegó veinticuatro horas después de que
su querida Comedia cumpliese 54 años. Alegría, dolor,
las muecas del teatro, volvieron a mezclarse.
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