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Con
Antonio Muñoz Molina
"El escritor es quien escucha"
Camila
Loew
TRAS la publicación
de Sefarad, su última obra y tal vez la más
ambiciosa, Antonio Muñoz Molina habló de su novela
en su casa del barrio madrileño de Almagro.
Resultado de años de lectura obsesiva, Sefarad tiene
un fuerte arraigo en la historia del siglo XX.
LA PESTE NEGRA
--Se ha dicho que
Sefarad es una "novela de denuncia", un género típico
del siglo XX. ¿Qué lo llevó a escribirla?
--Las denuncias no se
hacen con novelas, hay formas mucho más eficaces de hacerlas.
El propósito de hacer el libro procede de un impulso anterior,
una afinidad con ciertos temas que habían ocupado casi todas
mis lecturas durante muchos años. Fue una iluminación
progresiva: programé un relato, luego otro, y me di cuenta
de que había un vínculo entre los dos. Una mañana,
caminando por la calle, surgió, como un chispazo, la palabra
"Sefarad". El primer relato salió de un artículo que
yo había escrito para la revista Viajar. En ese artículo
--que describe cómo en un viaje se cuentan historias de otros
viajes-- está contenido el libro. Tenía otra historia
que no había usado nunca, sobre alguien en Tánger.
Yo llevaba doce años con esa historia en la cabeza, y pensé
que había un vínculo con la otra. Las demás
fueron surgiendo por subdivisión, como las amebas, o por
asociación de ideas, o por casualidad. Tenía también
otra historia, la de un zapatero de mi pueblo que hace el amor con
una monja de clausura. Luego hubo un azar tremendo: el encuentro
con un amigo que me dijo que tenía la Cruz de Hierro. Me
contó su vida, y de ese relato extraje dos historias del
libro: "Narva" y "Tan callando", sobre un hombre que está
en una choza esperando que lo maten. Luego surgió la conexión
con otro bloque: el hilo que lleva las historias de Greta Buber-Neumann,
Kafka y Milena.
--¿Este último
bloque estaría más relacionado con las lecturas previas
que con historias que le fueron contadas?
--Sí, pero siempre
narro a partir de la propia experiencia. No hago una reconstrucción:
soy yo el que está contando. El hecho de escuchar a mi amigo
contándome sobre la División Azul o el sitio de Leningrado
es una experiencia vital absoluta, pero también lo es el
ir encontrando en los libros las huellas de los personajes reales
de la novela.
--Borges dice que
la lectura es "una actividad posterior a la de escribir, más
resignada, más civil, más intelectual".
--No sé si estoy
muy de acuerdo. Leer es una actividad tan creativa y pasional como
escribir. Por eso aquí intento representar el acto de la
lectura, no sus consecuencias sino el hecho de que te quedes sin
dormir para saber más sobre alguien. Creo que en el libro
la frontera entre lectura y escritura es muy borrosa, porque cuando
encuentras tanta empatía con ciertos temas o personas esa
frontera se anula. Cuando en Internet encontré una foto del
portal de la casa de Primo Levi, donde en el timbre del portero
eléctrico ponía su nombre, me dio la sensación
de estar allí.
--Pero también
Sefarad es la novela de un oyente. ¿Qué papel
tiene el testimonio de los excluidos en Sefarad?
--El escritor tiende
a pensar que él es quien inventa, pero yo creo que es quien
escucha y aprende. Cuando deja de escuchar, pierde contacto con
las fuentes. El acto de escuchar (o de no escuchar) es la médula
de todo esto. Hay una pesadilla célebre de Primo Levi, en
la que está en la mesa familiar tras su regreso de Auschwitz
y los parientes no lo escuchan. La historia del Holocausto es la
de quien no quiere escuchar los signos, los síntomas y las
evidencias de lo que sucede. Desde mucho antes de 1933, la gente
no quiere escuchar a los exiliados, a los desterrados. En Francia,
los judíos franceses que estaban muy asimilados en los años
treinta veían con cierta alarma a los judíos que llegaban
de Alemania o de Europa del este, pensando que iban a exagerar el
antisemitismo. Nadie quería escuchar. Ahora mismo estoy leyendo
un libro extraordinario, Bajo su misma ventana, sobre Pío
XII y el Vaticano durante la Segunda Guerra. Tampoco querían
escuchar. Hay un aspecto humano repulsivo: el desprecio hacia el
que sufre.
--Usted compara a
un enfermo con un judío perseguido.
--No estoy comparando,
estoy narrando grados. El grado más hiriente del destierro
es el que siente el que está a cien kilómetros de
su propia casa. Con respecto al paralelismo con la enfermedad, me
interesaba el modo en que la enfermedad convierte a una persona
en un excluido. Una de las cosas que me llevó a asociar el
sentimiento del judío con el del enfermo fue la correspondencia
de Kafka. En las cartas explica a Milena cómo la normalidad
a la que uno creía pertenecer desaparece. Las consecuencias
políticas son distintas. Pero cuando la enfermedad se convierte
en algo social, dejan de serlo. El antisemitismo medieval, por ejemplo,
arreció mucho con la peste negra. Se asociaba al judío
con la peste.
COMPASION
--Se ha resaltado
el aspecto de los judíos perseguidos. ¿Tiene algo que
ver con la noción de Jean Améry del "judío
de la catástrofe", el judío que sólo se reconoce
como tal ante la amenaza?
--El grado máximo
de persecución se da cuando se te persigue por el hecho de
haber nacido y no por lo que has hecho. Detrás de todo esto
hay un retorcimiento burocrático. En las leyes de Nüremberg,
o en las italianas del año 38, por ejemplo. En Italia, si
eres hijo de un padre católico y una madre judía y
te han bautizado, no eres judío (a pesar de que en el judaísmo
la religión se transmite por vientre materno). En Alemania,
si te has convertido al protestantismo y tienes una medalla de la
Primera Guerra Mundial, eres menos judío que quien no la
tiene. Yo quería resaltar el momento en que deja de considerarse
una religión para convertirse en algo que está en
la sangre. Esto está presente en Améry: el hecho de
que a la gente se le imponga una identidad de otro. Por eso mencioné
la peste negra: no es casualidad que sea después de la crisis
del siglo XIV cuando se producen los pogroms medievales.
--¿Hay un intento
por recuperar para España la historia del Holocausto?
--El impulso de la novela
es el de contar historias, se cuentan las que más te tocan.
No puedo contar historias que me sean indiferentes, tengo que escribir
sobre lo que me toca. Tiene que ser algo en el fondo muy personal
y autobiográfico. Hay un capítulo en el libro, "Eres",
con el que intento definir por qué elijo escribir sobre esto:
la sensación de que esto es lo que me retrata más
íntimamente, porque podría haber sido mi destino.
Por razones políticas o ideológicas siento una afinidad
muy grande con la gente a la que le ha pasado esto.
Sólo ahora se
empieza a escribir sobre el Holocausto en España, quizá
porque hemos vivido muy al margen de la dimensión europea
de nuestra historia, por la razón que sea, porque España
estuvo en apariencia neutral o no beligerante durante la Segunda
Guerra Mundial. Pero ahora me alegra que el asunto se debata, por
una razón de justicia histórica. En España
ha afectado mucho el antisemitismo de la izquierda oficial, que
siempre hizo la ecuación Israel = imperialismo americano
= sionismo = judíos = malos. Algo parecido sucede con la
película y el libro de Reinaldo Arenas: salen artículos
contra él, hay una cosa procastrista vergonzosa. A muchos
de los intelectuales que defienden todas las causas todavía
estoy deseando leerles media página de compasión hacia
el sufrimiento humano, ya sea en el Holocausto, o en el gulag, o
en Cuba.
LA FICCION NECESARIA
--Incluir a personajes
reales en la novela, ¿no fue como usurparlos?
--Hay ciertos relatos
que son tan intensos y terribles que es difícil tener derecho
a modificarlos. Claude Lanzmann, cuando criticaba La lista de
Schindler, decía que hay ciertas cosas con las que lo
único que se puede hacer es escuchar. Yo estoy de acuerdo
con eso. En la película de Spielberg recuerdo momentos realmente
dañinos. A Spielberg le honra su otro proyecto, el de las
grabaciones de los testimonios de los supervivientes. Yo he visto
grabaciones de esos testimonios en el Museo Judío de Nueva
York; junto a Shoah, de Lanzmann, me influyeron mucho. De
hecho, hay partes del libro basadas en imágenes de la película
de Lanzmann.
--¿Qué
efectos tiene el acto de contar sobre la relación historia-literatura?
--La ficción
nos ayuda a intentar distinguir lo verdadero de lo falso, igual
que adiestrarse en música sirve para saber cuándo
una nota es falsa. La literatura tiene una utilidad muy práctica:
nada hay más práctico que tumbarse en el sofá
una tarde con una novela, en el sentido de un ejercicio de conocimiento.
Pero cuando se trata de lo que se cuenta o se recuerda cuando desaparecen
los testigos, ahí es donde estamos ante un problema grave
e importante.
--¿Fue distinta
la preparación de Sefarad de la de sus novelas anteriores?
--Sí. Por la
propia naturaleza del libro, había muchos momentos en que
el acto de escribir estaba muy relacionado con el acto de leer.
En novelas anteriores era mucho menos así. Para Plenilunio
me documenté mucho sobre un hecho criminal determinado:
busqué las actas, hablé con abogados y jueces, pero
eso sólo era un punto de partida de algo que no tenía
nada que ver, era una novela pura. En Sefarad eso ha estado
presente hasta el final. Cuando estaba corrigiendo las pruebas del
libro, había empezado a leer el segundo tomo de la biografía
de Hitler de Kershaw. Leí sobre la entrada de Hitler en Viena
y lo que había ocurrido la noche del 15 de marzo de 1938.
Descubrí que el tren de Viena a Praga se llenaba de gente
que quería huir, y recordé que ese era el tren que
tomaba Milena para ir a encontrarse con Kafka. Inmediatamente escribí
una hoja y la añadí al libro. Ha sido un trabajo que
no ha dejado de servirme, de estimularme, sobre todo la sensación
de no estar terminado hasta el final. Después del final me
di cuenta de que hay muchas cosas que debería haber puesto,
pero también me gustaría que a algún lector
le sirvan los libros de la nota de lecturas.
--¿Cómo
se articulan su obra narrativa y su trabajo periodístico?
--La única diferencia
son ciertas normas estéticas, así como hay una diferencia
entre escribir una novela o un relato y escribir un soneto o una
octava real. Cada vez me interesan menos esas separaciones. La historia
o las ciencias son disciplinas que el arte necesita. Esa precisión,
en la que más que inventar el mundo se intenta transmitir
la noción de su complejidad, es pura poesía. Por eso
me gustan tanto los libros de historia o de ciencia; leo mucho más
eso que libros de ficción. Un escritor que me vuelve loco,
creo que es el que más me gusta en el mundo, es Proust, que
tiene una formación muy científica. Se piensa que
es muy decadente pero sus metáforas son de una exactitud
total. Hay que escribir ficción y no ficción con el
mismo apasionamiento. Pero el ejemplo de lo que no es ficción
alimenta a la ficción, le da proteínas. Si un escritor
se alimenta sólo de la ficción, le pasa como a la
persona que se alimenta sólo de hidratos de carbono: hay
algo que falta. Y falta el mundo, claro. *
(Publicado en Lateral
de Barcelona, junio 2001)
El pasado
incorregible
Oscar
Brando
VARIAS GENERACIONES
de escritores españoles quedaron selladas por la Guerra Civil.
Antonio Muñoz Molina (1956), que nació dos décadas
después y comenzó a publicar en los ochenta, aún
cargó con ese peso histórico: el de tres años
de guerra y casi cuarenta de franquismo. Su novela mayor, El
jinete polaco (1991), si bien recorre un período de cien
años, mantiene el epicentro en el trienio 1936-1939; nada
escapa, ni el pasado ni el futuro, a ese acontecimiento.
A quince años
de su primera novela, Beatus Ille (1986), y luego de numerosas
y rotundas demostraciones de talento en este género, Muñoz
Molina reúne en Sefarad diecisiete cuentos largos.
"Una novela de novelas" se subtitula capciosamente el volumen, creando
una incertidumbre que es posible develar.
Los seguidores de Muñoz
Molina pueden encontrar en estos relatos algunas de las notas más
sobresalientes de las obras anteriores. Muñoz tiene una singular
sensibilidad para retratar personajes provincianos que afrontan
un mundo que cambia, refugiados en recuerdos de la infancia pobre
y pueblerina. El primer cuento, "Sacristán", es la burla
amarga de ese proceso, empeñado en barrer las huellas de
una España atrasada y sórdida. Con un refinado enfoque
costumbrista Muñoz Molina señala el lastre que aún
se conserva de ese pasado incorregible. Los relatos "Valdemún"
y "Olympia" son otros ejemplos notables de esa forma de aproximar
el ojo a historias minúsculas. La aventura puede ser simple,
trivial o tomar la apariencia del relato policial: novelas como
El dueño del secreto (1994) y Plenilunio (1997)
servirían de ejemplo para cada caso. Pero debajo de ellas
hay un universo denso, un volumen temático con el que esa
superficie se comunica y que da sentido al argumento. El cuento
"América", en Sefarad, esconde bajo una intriga impecable,
que parece puro artificio, la tentación y los peligros de
lo prohibido.
Pero sin duda la intención
que justifica esta "novela de novelas" es otra y el título
al conjunto, que es el de uno de los cuentos, la anuncia. El escritor
muestra que más allá de las fronteras del conflicto
en España, otros horrores nacían y crecían
en Europa y que la guerra interior era apenas una prueba, una colaboración
con el cúmulo de impiedades que asolaban el continente. Las
persecuciones y la intolerancia son los grandes tópicos de
estos relatos. Para fabularlos Muñoz Molina acudió,
como confiesa en una nota final, a numerosos libros que testimonian
casos reales; reitera, en distintos cuentos, historias del exterminio
hecho por los nazis, de las persecuciones organizadas por la Unión
Sovética y hasta se aproxima a los horrores del Río
de la Plata (está el relato de una uruguaya perseguida, Adriana
Seligmann, que se incluye en el cuento "Dime tu nombre").
Muñoz Molina
presta especial atención a "los elegidos" por antonomasia:
los judíos. En el ya citado "Sacristán", que abre
el libro hay, apenas, una disimulada mención al tema judío.
Pero a partir del segundo relato será este el que predomine
como paradigma deshumanizador. La espera se cierne aterrorizadora
sobre los perseguidos: "Vendrán por ti, pero no sabes
cuándo", se lee en el cuento "Quien espera". Alguien
elige que el otro muera; éste espera la muerte, pero si no
llega se pregunta por qué, quién ocupó su lugar,
a quién sobrevivió. Nunca hay paz, porque cada uno
es todos los inmolados. En el magistral cuento "Eres", Kafka es
Milena que es Primo Levi que es Walter Benjamin que es Jean Améry
que es... La víctima es una: por eso la responsabilidad es
el nudo principal en este tema.
El caso de Primo Levi,
que aparece numerosas veces en estos cuentos, resulta un ejemplo
tan iluminador como sombrío. Las preguntas se reiteran: por
qué este hombre pacífico, estudioso, sensible, que
disfruta austeramente de unos pocos privilegios, decide un día
de 1943 incorporarse a la resistencia antifascista armado de un
pequeño revólver que duda que funcione y que igual
no sabría utilizar. Por qué cuando es detenido se
reconoce judío, aunque en su laica Turín natal no
profesara la religión ni tuviera ninguna actitud confesional.
En el tren que lo lleva a Auschwitz habla con una mujer, pero ambos
se sienten ya del otro lado de la vida. Cuando regrese del campo
de concentración no será el mismo. Arrastrará
la muerte casi cuarenta años hasta el suicidio. ¿Responsabilidad,
culpa, elección, libertad? El viaje de la muerte lo mata
para siempre: Levi confiesa, durante su sobrevida, que no puede
ver trenes detenidos en vías muertas. Nunca más el
viaje será ilusión.
En "Münzenberg"
se trenzan las dos obsesiones del libro que ahorcan al personaje.
Münzenberg pertenece al partido comunista alemán. Escapa
en 1933 cuando triunfa Hitler. En Francia, en España, donde
el partido lo requiera, organiza la mejor propaganda de sus ideas.
Hombre de empresa, monta editoriales, funda diarios, ordena congresos
y ayudas solidarias. Pero la Unión Soviética recela
de él: no la convencen sus hábitos burgueses, puede
ser al fin de cuentas agente de Gestapo. Lo mandan llamar de Moscú.
Las versiones divergen. Unos dicen que va, que no es recibido por
los altos miembros del Partido y que lo dejan salir. Su amigo Arthur
Koestler dice en su Autobiografía que se niega a ir.
Cae en desgracia y se desafilia. En 1940, en la Francia ocupada,
ya sin lugar al que recurrir porque en todos es sospechoso, muere
misteriosamente: ahorcado. Un destino parecido espera a Heinz Neumann.
Cada historia contiene
otra y esta, a su vez, una tercera hasta el infinito. No son iguales,
no son reproducciones fractales: se agrega un matiz o se quita un
detalle a la anterior; se subrayan los perfiles cortantes, agudos,
siempre dolorosos que dibujan la geografía del terror. En
El jinete polaco Muñoz Molina mostraba que la cadena
de historias era, más que una línea, una serie de
inclusiones, de repeticiones en abismo. Los cuentos de Sefarad
retoman esa refundición del pasado en el presente: "Qué
raro vivir en los lugares que fueron de los muertos", se lee
en "Münzenberg". "Vuelven los muertos en el insomnio, los
que he olvidado y los que nunca conocí, los que asaltan la
memoria de quien sobrevivió (...) A quién suplanto
yo en la vida, qué destino fue cancelado para que el mío
se cumpliera, por qué fui yo elegido y no otro." En el
cuento "Narva" se atreve a mirar desde el ojo de los perseguidores.
Entre los movimientos
narrativos queda apresado el lector. Hay artificios secretos en
Muñoz Molina que favorecen este efecto. Los dos primeros
párrafos del cuento "Copenhague" logran pendular desde la
impersonalidad narrativa hasta la intimidad del "yo" narrador, con
instancias intermedias que colectivizan el relato en nosotros" o
generalizan las apreciaciones usando el muy singular "tú"
para narrar: "Si viajas solo en un tren o caminas por una calle
de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede
averiguar tu angustia...". El "tú" experimental, al que
se recurre en varios cuentos, simula un diálogo entre el
narrador y el personaje pero al mismo tiempo envuelve al lector:
éste se siente interpelado por el "tú", se pone en
el lugar del personaje y entra en comunicación con el propio
narrador. El juego de distancias y aproximaciones inquieta, obliga
a reflexionar pero al mismo tiempo somete emocionalmente al lector;
lo sacude de su actitud contemplativa, hiriendo su responsabilidad;
lo acosa poniéndolo en la situación de víctima
o de verdugo.
El otro compromiso se
establece cuando el lector imprime al texto la respiración,
el ritmo mismo de la prosa, mientras lee para adentro. La puntuación
de Muñoz Molina, sin llegar a los extremos de Saramago, no
es dogmática. Una coma puede sustituir a un punto creando
una secuencia que funde fases del relato y obliga a que el lector
haga las pausas y procese la continuidad. Apelando al "tú"
escribe en el cuento "Quien espera": "Has oído de noche
pasos en la escalera y el corredor que lleva a la puerta de tu casa
y has temido que esta vez vinieran por ti, pero han cesado antes
de llegar o han pasado de largo, y han sonado en otra puerta los
golpes, y el coche que has oído alejarse más tarde
se ha llevado a alguien que podías haber sido tú,
aunque prefieras no creerlo, aunque te hayas dicho a ti mismo...".
La prosa hipnotiza, cautiva, cuando el lector logra someterla y
someterse a un moroso recorrido de lectura. Nunca, sin embargo se
pone en riesgo la intelección; la apropiación, por
el contrario, permite leer desde un lugar más íntimo.
Hay muchos juegos más
a los que recurre Muñoz Molina para construir sus relatos.
No siempre detrás de un cuento hay un testimonio, una historia
real: a veces hay la cita de otro texto. El manriqueño "Tan
callando" inspira un cuento. Un juego más complejo resulta
"Oh tú que lo sabías". La cita de Baudelaire (parte
del último verso del soneto "A una mujer que pasa) que alude
al amor imposible, inalcanzable, se continúa en otro poema
de José Emilio Pacheco que usó como título
la primera parte del mismo verso: "O toi que j'eusse aimé"
(Oh tú que yo hubiera amado). Ambos poemas irrumpen en la
historia del judío inválido que vive la fugaz ilusión
del amor en otro viaje de tren. Todo es un esfuerzo inútil
para corregir un pasado, el que lo condenó a la inmovilidad.
El pasado es incorregible:
afirmación o pregunta, los cuentos de Muñoz Molina
no dejan sosiego: "No eres una sola persona y no tienes una sola
historia", le dicen al lector desde el cuento "Eres". Y esperan
que el lector se responda. *
SEFARAD, de Antonio
Muñoz Molina. Alfaguara. Madrid, 2001. Distribuye Santillana.
600 págs.
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