| Colgados de las cuerdas y los palos, al viento helado y azotados por las olas, aguardaron el final | El viernes 6 de agosto de 1954, la información proporcionada por el Servicio Meteorológico al diario El País no difería a la de muchos otros días: "Tiempo malo con lluvias y lloviznas. Vientos del Sureste al Suroeste fuertes y moderados." Nada alarmante para un invierno que había sido crudo como pocos. Las otras secciones del diario también se debatían en la rutina. Un atentado a tiros perpetrado en Río de Janeiro por dos individuos contra el periodista (y más tarde gobernador) Carlos Lacerda en el cual había sido muerto su acompañante, cuyas primeras investigaciones llegaban a un resultado sorprendente: el principal sospechado de instigar el hecho criminal, era el diputado Lutero Vargas, hijo del Presidente de la República Getulio Vargas. Nadie imaginaba que exactamente veinte días más tarde, presionado por las Fuerzas Armadas y la opinión pública, el propio Primer Mandatario brasileño habría de suicidarse de un balazo en el corazón y en pleno Palacio Catete, cumpliendo con una promesa hecha pública y dramáticamente a través de una cadena de radio: "no dejaré el Palacio sino muerto." Poco más había en los titulares capaz de hacer olvidar el mal tiempo. Acababa de morir a los veinte años de un ataque epiléptico, Emilie Dione, una de las famosas quintillizas quien, entregada a la vida religiosa, estaba por ingresar a la orden de las Oblatas de María Inmaculada. Radio Carve convocaba decenas de miles de escuchas a las 13 y 30 de la tarde con los episodios protagonizados por la compañía de Juan Casanovas y Margot Vera, que interpretaban la novela de Erico Veríssimo Mirad los lirios del campo radioteatralizada por Raúl Barbero y Julio Nelson Olivera. El Espectador procuraba contrarrestar la ofensiva rival presentando en su fonoplatea a Roberto Inglez y Lucho Gatica. La confitería Ateneo sobre la Plaza de Cagancha atraía multitudes con la presencia del inolvidable cantor de la orquesta de Aníbal Troilo, Alberto Marino, y además del pianista Luis Pasquet y el humorista Roberto Barry. El presentador del espectáculo era Juan Carlos Scelza, padre del hoy comentarista deportivo de igual nombre y apellido. El cine Plaza daba la película Los inútiles, obra de un director cuyo nombre se haría rápidamente famoso: Federico Fellini. Comenzaban a llegar las primeras máquinas lavarropas eléctricas a vaivén "que remojan, lavan y enjuagan automáticamente" que se vendían, rodillo incluido, a trescientos diecinueve pesos. Habían empezado a popularizarse también las licuadoras eléctricas con dos velocidades que costaban poco más de cien pesos. Para establecer una relación que haga más comprensibles estos precios, el sueldo de un periodista, llegaba en ese momento a trescientos ochenta pesos mensuales y el dólar seguía firme a cuatro con once. Nada de eso le importaba al mago Mandrake, personaje de la famosa historieta que publicaba a diario El País, quien a la sazón estaba muy preocupado porque habían secuestrado a su novia Narda. La Comedia Nacional por su parte acababa de estrenar Macbeth de William Shakespeare bajo la dirección de Margarita Xirgu, que había sido juzgada por público y crítica como un duro traspiés. "Después de haber visto al Solís invadido por la vulgaridad y la lujosa grosería del Folies Bergere" escribía el crítico teatral de El País "Macbeth es uno de los errores más graves, más penosos y a esta altura de su carrera diríamos más imperdonables de la historia de la Comedia Nacional. Esta bien pudo postergar el estreno y no someter por ejemplo al público y al propio Candeau a la tortura de una peluca insegura, del lado izquierdo en la primera parte, en la coronilla al final." Exactamente al lado de este juicio abrumador, se leía en el mismo diario un aviso a una columna que decía: Sigue el éxito de Macbeth. $ 1.10." A las diez de la mañana, cuando llovía intensamente en Montevideo y los registros barométricos predecían un empeoramiento del tiempo, se recibió en la mesa central del SOYP (Servicio Oceanográfico y Pesca) el ente del Estado que entonces controlaba los recursos marítimos del país, un pedido de auxilio radiado por el pesquero Isla de Flores. Este había quedado varado en el veril noroeste del Banco Inglés en situación peligrosa y solicitaba el envío de un remolcador capaz de tironearlo para hacerlo zafar de su posición. Ese fue el exacto comienzo de una serie de desentendimientos, problemas gremiales, trabas burocráticas, demoras y omisiones por carencias de recursos técnicos y materiales que precipitaron una de las más desgarrantes tragedias padecidas en costas orientales. Recibido el SOS y de acuerdo a las versiones aportadas luego por el Ministro de Defensa Nacional escribano Ledo Arroyo Torres y por el doctor Aurelio Pastori, integrante del directorio del SOYP, se intentó recurrir a otras embarcaciones pesqueras del organismo, pero éstas no pudieron salir debido a las condiciones del tiempo. Ante estas circunstancias, se entabló comunicación con las autoridades de la Administración de Puertos quienes respondieron que en virtud de un paro de actividades que estaba llevando a cabo el personal, no se podía contar con remolcadores. Este último descargo fue desmentido dos días después por el presidente de la ANP doctor Juan A. Lorenzi, quien informó que jamás le había sido solicitado auxilio a su organismo y que los huelguistas además, contaban con un servicio de emergencia. Mientras la burocracia oficial se ahogaba en su propia ineficiencia, ya que era evidente que uno de los dos o tres jerarcas intervinientes no decía la verdad, las horas pasaban y acosados por el temporal que arreciaba, los tripulantes del Isla de Flores enviaron otro mensaje angustioso indicando que se hallaban sin máquinas, a punto de hundirse y rogando por una ayuda inmediata. Se les respondió, lo confirmaron los dos únicos pescadores salvados, que saldría de inmediato un remolcador a rescatarlos. Sin embargo (¿orden gremial?, ¿pedido nunca realizado?, ¿mal tiempo?) los remolcadores nunca salieron a tiempo. Fue entonces que la Inspección General de Marina decidió enviar en forma urgente al destructor Uruguay el cual zarpó de puerto bastante pasado el mediodía en medio de una niebla poco propicia. Recién a las cinco de la tarde -siete horas después de la varadura- el barco de guerra logró avistar al pesquero del SOYP siniestrado y midió las dificultades de su salvataje. Debido a la mala visibilidad de la anterior madrugada y a la carencia de una adecuada señalización del Banco Inglés, el Isla de Flores se había clavado en la arena y el agua había entrado en su sala de máquinas. De nada había valido el alije de doscientas toneladas de pescado para alivianar el barco. La marejada y el viento lo condenaban a un lento hundimiento. Pero además, el propio banco impedía toda aproximación. Fondeado a un quilómetro escaso, el comandante del Uruguay, capitán de fragata Fernando Fabbri decidió entonces intentar el rescate enviando a una de las lanchas del buque integrada por una tripulación de ocho hombres al mando del teniente de navío Carlos Machitelli. Trasponer aquellos mil metros desafiando las rompientes y el viento terrible resultaba extremadamente peligroso y demandó al lanchón de rescate media hora de esfuerzos. Había luz todavía cuando por medio de una trabajosa maniobra de acercamiento, las dos embarcaciones quedaron amarradas fuertemente y todos los que participaban en el intento de rescate pudieron pasar al Isla de Flores. El teniente de navío Machitelli inspeccionó el pesquero y al comprobar que la sala de máquinas estaba inundada juzgó, con demasiado optimismo al parecer, que achicando el agua era todavía posible encender los motores e intentar un reflotamiento. Pero las bombas no eran suficientes, la noche esta ya próxima, la tormenta arreciaba y cada minuto que se perdía hacía más dificultoso el traslado de los pescadores al destructor Uruguay. Fue entonces que dio la orden de abandonar el salvataje de la nave y embarcar a todos en el lanchón. Los tres sobrevivientes de la catástrofe que sobrevendría, el alférez de navío Américo Noble y los pescadores Julio César Dotto y José Casal Rojo, habrían de atestiguar más tarde que en ese preciso momento se produjo un golpe adverso de la fortuna que selló el destino de todos: la fuerza del mar rompió las amarras de la lancha y la estrelló contra el Isla de Flores deshaciéndola. Aunque todavía restaba el riesgo de regresar al destructor sorteando escollos, aquella lancha constituía la única posibilidad de salvación. Ahora los náufragos y los frustrados rescatantes, quedaban solos en medio de la noche y del frío, con el barco barrido por el oleaje, a la espera de otra posible vía de salvación que tal vez llegara, si no era ya tarde, con las primeras luces del día siguiente. Al ser enterado por el casi agotado equipo de radio del pesquero del desastre de su lancha de salvataje, el destructor Uruguay intentó una desesperada aproximación hacia el Banco Inglés, pero como consecuencia de su esfuerzo también quedó varado en las arenas y sólo pudo limitarse a iluminar la zona con sus reflectores como dando ánimo a quienes se encontraban al borde de la extenuación. Doce horas después del primer pedido de auxilio, el saldo del temporal era de dos barcos varados y una lancha destrozada. La noche del viernes al sábado, las dieciséis personas que se encontraban libradas a su suerte en el pesquero del SOYP -siete tripulantes y nueve integrantes del grupo de salvataje- la pasaron en la caseta del timonel absolutamente aislados del exterior porque el transmisor había dejado ya de funcionar. Mientras en tierra se confiaba en que el día siguiente amainaría la fuerza del viento y se pondrían en marcha varios remolcadores, quienes se agrupaban ateridos y desalentados en el Isla de Flores, vivían una atroz pesadilla. Los más duchos se daban cuenta que el progresivo escoramiento del buque, sus crujidos, el agua que aumentaba a sus pies, no eran más que el preámbulo de un final inevitable. Alguno de ellos, más infortunado aún, sufrió un extravío mental. Dormitando unos, tratando de levantar el ánimo colectivo otros, trataron de pasar la noche. Días más tarde Casal se recordaría a sí mismo haciendo el relato de los dos naufragios a los que había logrado sobrevivir en las terribles aguas del Cantábrico y hablaría con dolor del buen humor con el que el marinero Joaquín Llorca, uno de los desaparecidos, enfrentó la situación, procurando levantar el ánimo de todos. Al salir el sol alguien se atrevió a salir a la cubierta. Casi nada había cambiado y la furia del mar en vez de cesar parecía haber aumentado. A lo lejos, se podía ver al crucero Uruguay tan varado como el pesquero pero por ahora, a salvo de hundimiento. Seguramente desde él se estarían irradiando contínuamente pedidos de auxilio, por lo tanto aún existían esperanzas, pero era necesario enfrentar lo que viniera de otra manera y lejos de aquella cárcel porque en la casilla el agua había subido tanto que era imposible ya quedarse. Desfallecidos y sufriendo los primeros síntomas de la hipotermia, decidieron que lo mejor era salir a la cubierta y amarrarse con las últimas fuerzas a cualquier cosa y lo más arriba posible para no ser arrastrados por las olas. Como pudieron, los dieciséis se ataron a los palos y al cordaje del barco pesquero, cada vez más hundido. Uno de los sobrevivientes recordó haber mirado la hora. Ya había pasado casi un día entero del primer pedido de socorro emitido por radio. El libro Banco Inglés en el que el miembro de la Academia de Historia Marítima Nelson Bertochi describe todos los accidentes causados por este famoso escollo del Río de la Plata, detalla los comienzos de esta tragedia que se fue llevando uno a uno a trece de aquellos desdichados hombres. "El primero fue el cabo Luis Rivas, arrastrado sin salvación y desapareciendo de la vista sin un solo grito, siendo prontamente seguido por el suboficial Ortelio Rodríguez que fuertemente atado a un cabo resbaló al ser golpeado por una ola, cayendo ahorcado por la borda. Este era sólo el inicio de una interminable agonía. Los náufragos ateridos y desesperanzados eran constantemente amenazados por el viento y golpeados por el oleaje y este especial tormento y en esa condición es difícilmente soportable por el organismo humano. Y la mar no aflojaba y las horas pasaban sin atisbo de socorro. (...) A esa altura el país entero estaba con el oído junto a los receptores y hasta parecía que la actividad hubiera cesado al completo influjo del drama que vivían dieciséis compatriotas en el centro del Plata y bajo esa atroz tormenta. Ya no interesaban las noticias llegadas desde el interior con los informes de las inundaciones y destrozos provocados por el interminable meteoro. El Uruguay rogaba por la vida de sus marinos." A esa misma hora - aproximadamente las ocho de la mañana del sábado- salía del puerto de Montevideo el remolcador Powerfull cuyo auxilio había sido solicitado por el SOYP a la Administración de Puertos nueve horas antes y a las once zarpó el destructor Artigas, comandado por el capitán de navío Víctor Dodino llevando a remolque a una lancha denominada Tala tripulada por veteranos hombres de mar, con el fin de que ésta pudiera acercarse al pesquero siniestrado. "Su partida" - dice la crónica del diario El País refiriéndose a este hecho- "estuvo supeditada a la obtención de una lancha de salvataje pues el SOYP no dispone de una embarcación adecuada para auxilios. Esa lancha fue lograda de una firma particular." El tiempo se había agravado considerablemente y se hacía muy difícil todo intento de navegación en barcos de poco porte. "Debemos resaltar que en esos momentos" - relata el libro antes citado- "se llegaron a sentir vientos de hasta más de ciento veinte quilómetros por hora, alborotando las aguas a extremos increíbles. Realmente la operación era llevada adelante con total entrega en medio de un ambiente más que anormal". Se estaba muy cerca de las dos de la tarde cuando el Powerfull comenzó a tironear del crucero Uruguay, embicado de proa en el mismo banco de arena que se estaba tragando al Isla de Flores, en tanto la lancha Tala se dirigió hacia el pesquero luchando contra la corriente y pugnando por traspasar la casi infranqueable barrera de rompientes que lo separaba del barco siniestrado. Varias veces procuró salvar los escollos y acercarse pero los elementos desatados ferozmente se lo impidieron. A las diecisiete regresó al destructor con sus tripulantes agotados y convencidos que la salvación de los que se encontraban entrampados a bordo era imposible. Pese a las predicciones pesimistas el capitán de navío Dodino no se dio por vencido. Pidió voluntarios y rearmó otra tripulación comandada por el teniente de navío Omar Murdoch a quien acompañarían los guardamarinas Jorge Garrone y Guillermo Azarola, los suboficiales Alberto de los Santos y Miguel Zeballos, el cabo Ruben Porto y los marineros Adam Romero, Jorge Rojas, Gualberto Olivera y Arquímedes Montes de Oca. Eran cerca de las seis y se aproximaba una nueva noche. Los sobrevivientes, en el caso que los hubiera, llevaban atados a las jarcias y a los palos, expuestos a los vientos helados, a la lluvia incesante y a las olas, exactamente doce horas. Si esta segunda expedición fallaba, su suerte estaría echada. Pero no falló y fue prácticamente un milagro. Sorteando remolinos y golpes de mar, evitando rocas, cortando camino para ganar tiempo, timoneando con habilidad, la lancha Tala logró ponerse al costado del Isla de Flores. Lo que pudieron contemplar entonces sus tripulantes fue una visión fantasmal. Tres personas, solamente tres, permanecían colgadas bamboleándose por el viento. De las otras trece, no había ningún indicio. Y los instantes que separaban a esos sobrevivientes de la muerte segura eran mínimos. En cualquier momento las olas podrían alejar la lancha y ya nada sería posible. "Los del Tala" -dice la crónica del diario El País- "daban voces de ánimo para los únicos tres sobrevivientes ateridos que se mantenían tomados de las jarcias. El Tala remolcaba una balsa. El que mejor se encontraba era el tripulante del pesquero José Casal Rojo. Se arrojó de la parte superior del palo mayor y se asió en demostración de notable entereza y vitalidad de la balsa. pudiendo subir. Casal fue trasladado al Tala donde recibió la primera atención. Retornó hasta el Isla de Flores y maniobró para acercar la balsa. A ella ascendió el alférez de navío Américo Noble que cuando alcanzó la borda cayó al agua pero se rehizo y así se salvó. El último en ser rescatado fue el motorista del pesquero Julio César Dotto. Trece hombres habían perdido la vida. Sólo pudo llevar la lancha Tala el cadáver del teniente de navío Carlos Machitelli". Trece hombres murieron en circunstancias terribles. Las explicaciones oficiales hablaron de una conjunción de hechos infortunados que pudieron más que las posibilidades de rescate. Los sobrevivientes siguieron pensando durante muchos años, cómo pudo ser posible que estando el pesquero tan cerca del puerto de Montevideo, entre su primer pedido de auxilio y la salvación hubieran transcurrido treinta y dos horas. |