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 Especial Onetti

PUNTO DE VISTA... UNA CLAVE (NO ECONOMICA) PARA ENTENDER LA CRSIS
Un país de 25 watts


Uruguay vive una crisis sin precedentes. Las explicaciones y soluciones se buscan desde lo financiero y lo económico. ¿Lo cultural y lo político no tendrán algo que ver?

Daniel Mazzone

La sociedad uruguaya asiste atónita a un espectáculo inédito e inesperado; algo que estaba más allá de su imaginación salió de sus entrañas. El desmañado espectáculo de la crisis adquiere ribetes dolorosos, pero la sorpresa es llamativa. La tugurización, la marginalidad, el desempleo y el deterioro de la educación no son fenómenos repentinos. La abrumadora presencia de signos negativos y la actitud refractaria a ver las cosas como son sugiere excesiva distancia entre la crisis y la capacidad de superarla.
La mayoría de los políticos habla con frecuencia y parece reiterar en su gestualidad, que la crisis es económica. Por esa razón los economistas están bajo el acoso de ese enfoque superficial que les exige respuestas que no pueden dar. Para decirlo con relativa claridad: creo que ni aunque dispusiera del mago de la lámpara, el Estado uruguayo, tal cual está configurado, resolvería los problemas del país. Porque la crisis es principalmente cultural y política.
La cultura es "una forma integral de vida creada histórica y socialmente por una comunidad (para) dar continuidad y sentido a la totalidad de su existencia", según el Diccionario de Ciencias Sociales (Torcuato di Tella, 2001). Debiera integrarse a la vida cotidiana como el buen sabor en la comida, la sensualidad de la bebida o el agradable aspecto y textura de la vestimenta.
La elite cultural es responsable de que los valores éticos y estéticos sean inteligibles y le digan algo concreto a la sociedad. Una elite se mide por la forma en que ejerce la función que la sociedad le asigna; por su talento y generosidad para beneficiar a la mayoría o por su egoísmo para beneficiarse a sí misma. Cuando la elite cultural beneficia a la sociedad, surgen obras originales, los jóvenes tienen oportunidades para expresarse y hay buenos mecanismos de selección de lo que merece difundirse y conservarse. Cuando por el contrario, una elite juega para sí misma, emite opacidad y turbidez, no surgen buenas ideas ni hay control de calidad para mejorar la vida colectiva. En este caso lo que hay es elitismo.
Un fracaso de esta operación reguladora puede llevar a la sociedad a quedar a expensas —en el peor de los casos rehén— de quien exhiba mayor peso y gravitación. Es una ley física; el vacío lo ocupa la materia más homogénea, para el caso, lo más organizado. Algo de esto ocurre con el excesivo protagonismo de ciertos grupos corporativos no siempre visibles, que la crisis empezó a dejar al descubierto y cuyos lazos con la legitimidad democrática parecen estar en entredicho.
La crisis cultural emergió con virulencia el año pasado en lo que un colega, Claudio Paolillo, bautizó como "cultura de la ordinariez". Se recordará que la visita de la selección australiana de fútbol, en el marco de la eliminatoria mundialista para Japón-Corea 2002 motivó manifestaciones degradantes. Las patotas que insultaron a los futbolistas visitantes a su llegada al Aeropuerto y el apócrifo "espectáculo" realizado en la zona de Tres Cruces que culminó en saqueos y depredaciones, tuvieron el mismo origen turbio y detectable. Es el tipo de cosas del que se habla con eufemismos, conducen a responsabilidades diluidas y terminan en soluciones difusas. El descrédito es generalizado y es un síntoma de previas y sucesivas defecciones. Es lo que hay. La cultura de la ordinariez generó algunos artículos y declaraciones, pero no debate. La pregunta sigue vigente: ¿qué nos pasa?
De vez en cuando alguien responsabiliza a los medios por la así llamada "tinelización", o el cholulismo tipo Gran Hermano. ¿Son los medios responsables de lo que nos ocurre?
Los medios —principalmente la televisión, el cine, los videojuegos— son un agente muy organizado. Pero si el aparato mediático inyecta violencia, pornografía o estupidez, hay que preguntarse por qué se lo permite, aún en tiempos globales. Un empresario mediático obedece al rating o quiebra. Pero el rating librado a sí mismo es un caballo desbocado; no un buen piloto automático. Por eso la pregunta retorna con otra vuelta de tuerca: ¿por qué segmentos sociales importantes piden productos del tipo que la televisión o los videojuegos exhiben con abuso?
La respuesta conduce a delimitar mejor la tarea de la elite, que no se agota en poner límites; también es responsable por los valores de la sociedad, que son los que operan como demanda efectiva del meneado rating. Los empresarios no harán lo que la sociedad no les permita; y mucho menos, lo que la sociedad no desee. La chabacanería, como el mal aliento son síntomas; no la verdadera cosa.
Vale la pena aclarar que la tarea de la elite cultural es ininterrumpida y se proyecta en grandes períodos. Si a la manera de Braudel dividiéramos el tiempo histórico en la onda larga de las grandes estructuras de movimiento lento por un lado, y la onda corta, que rige los hechos de porte menor por el otro, podríamos decir que el tiempo cultural pertenece a la primera categoría y el tiempo político a la segunda. La cultura es el libro mayor, donde la comunidad asienta los valores que la definen y por los que quiere reconocerse y ser reconocida.
Cuando decide cómo los jóvenes estudiarán historia o matemáticas, o quiénes serán los responsables de obras que modificarán a la ciudad, cuando se premia un ensayo o una novela, la elite está modelando la sociedad a largo plazo.
El Doctor Figari
El reciente libro del ex presidente Julio M. Sanguinetti ilustra con profusión cómo el Uruguay forma a sus elites y el espacio que les otorga.
Escrito por el político de mayor incidencia en el Uruguay de las últimas dos décadas, el libro sobre Pedro Figari es ante todo un hecho político. Sanguinetti eligió además un personaje conflictivo y no eludió rispideces; se centró en ellas. Por eso El Doctor Figari —en rigor una biografía que enfoca la vida no artística de Figari hasta donde eso es posible— puede animar el debate cultural.
El libro informa entre otras cosas del debate de 1911 por la enseñanza, en que Figari "fracasó" al proponer sus criterios cuando el entonces presidente José Batlle y Ordóñez le ofreció la dirección de la Escuela Nacional de Artes y Oficios.
En el capítulo V, el autor reúne dos escenas que dan la dimensión del desacuerdo. Cuando Figari va a discutir sus ideas con Batlle, se encuentra con el ingeniero Guidini, autor de un proyecto para techar la Plaza Independencia, que copiaba una galería célebre en Milán. Figari se burló del ingeniero ante Batlle, pero éste defendió con calor el extravagante proyecto.
"¡Cómo toma usted en serio semejante absurdo!", le respondió Figari a Batlle, pero el presidente cambió de tema.
Conocedor del neoclasicismo de Batlle, Sanguinetti informa que la idea de techar la Plaza Independencia era coherente con su gusto por las columnatas de tipo grecorromano, exhibido en "su apoyo resuelto al proyecto de Meano y Moretti para el Palacio Legislativo o la fachada de El Día, su diario". Figari, en cambio, detestaba la copia porque quien imita olvida "su tradición, acostumbrándose a ir al arrastre, con la indolencia de los camalotes, cómodamente".
Figari proponía para la Escuela de Artes y Oficios una enseñanza que fomentara "la producción en la forma más efectiva posible, de modo que se acostumbre al alumno a trabajar pensando y a pensar trabajando". Buscaba dar vuelo a la enseñanza de oficios mediante el diseño industrial como forma de vincular el arte y la industria. Para Batlle en cambio, arte era academia y la industria, taller. Sanguinetti lo cuenta en un diálogo sin desperdicio:
—No, dice Batlle. Lo que yo quiero es instalar academias como en París, de pintura, estatuaria, música, declamación, etc., para formar artistas. Hasta he pensado en formar un barrio donde puedan alojarse los artistas. Podría ser el barrio de Los Aliados (hoy parque Batlle y Ordóñez).
—¿Cómo se explica esto, don Pepe? Usted es demócrata, socialista, casi anarquista, y pretende importar de cuajo aquí las culturas suntuosas del Viejo Mundo, cuando allá mismo se las considera causantes del ‘cáncer’ del proletariado intelectual. Juzgue que aquí, analfabetos según somos como productores, los resultados serán doblemente a deplorar".
También pensaba así José E. Rodó, quien en 1911 ya había publicado Ariel (1900) y Motivos de Proteo (1909). Decía Rodó que mientras no fuéramos productores —y según él no lo seríamos por mucho tiempo— lo mejor era abstenernos de imitar y comenzar el ejercicio de la originalidad siendo selectivos. Quien imita no logra formar un criterio.
Opiniones de un acostado
Juan Carlos Onetti fue demasiado duro para el gusto mayoritario y aún minoritario; no se lo lee; es un dardo que no ha dado en el blanco. Los motivos por los que una sociedad ignora a un escritor pueden ser múltiples, pero tratándose del mayor, no es de recibo mirar para otro lado.
Suele decirse que Onetti es oscuro, complejo, difícil. Vaya novedad. ¿Acaso no lo son también Dante Alighieri y Johann Goethe? Comparo no sus literaturas, sino sus roles. Sin ellos no puede entenderse la cultura de sus países; sus elites los ubicaron donde debían estar, irradiando sentido. Cualquier docente sabe que para comprender a Goethe o a Alighieri se debe realizar una serie de operaciones mentales. Un clásico requiere apoyo para comprender la época, el estilo, las ideas, los personajes y el marco de su obra. Libros como Fausto, La Divina Comedia o El Astillero describen conflictos que explican un país y terminan iluminando una época. Si se hacen esfuerzos para promover la comprensión de Goethe o Alighieri ¿qué impide instalar a Onetti en sintonía con los jóvenes? ¿Qué encierra ese disparo al blanco en suspenso?
Importantes intelectuales uruguayos se ocuparon de Onetti y discutieron su obra, pero lo divulgaron con deficiencias; descuidaron al público. Esa incomunicación entre el público y su máximo novelista es otro síntoma de daños en el organismo social.
Seguramente un alto porcentaje de la sociedad sabe que el Fausto trata de un pacto con el diablo; y que en La Divina Comedia, Dante arregló cuentas con antepasados y contemporáneos enviándolos al infierno. En ese mismo rango genérico, una buena pregunta sería ¿qué sabe de Onetti ese mismo porcentaje de la sociedad? Esta respuesta requiere un par de reflexiones previas.
Onetti fue uno de los que dio aviso con energía de que veníamos en problemas. En 1939, en una novela que marcó época —El Pozo— dijo que detrás de los uruguayos no había nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos...
Veintiún años después, con El Astillero corrigió levemente el diagnóstico: había algo; una fábrica fundida, un astillero desastrado.
El Astillero es la única gran novela nacional y de las pocas sudamericanas que transcurre en una fábrica. Sin investigación ni inversiones ni estímulo a la originalidad no cabe exigir a los escritores que hablen de lo inexistente. Pero Onetti era terco y osado, y despreciaba las modas. Era un intelectual con todas las letras, de los que no necesita viajar para saber qué pasa en el mundo. Por eso no sólo era capaz de escribir sobre una fábrica de barcos en Uruguay; también de que su asunto lo entendiera el mundo. Digamos: antirrealismo mágico. A eso, el mundo le llama ser universal. Tenemos muy pocos de ese calibre.
Sin embargo, todavía en 1955 o 60 se apilaban ejemplares de la primera edición de El Pozo. Aún así, su prestigio creció hasta obtener el premio mayor de la lengua en 1980, el Cervantes. Pero mientras el novelista fue expulsado por la dictadura, su imagen quedó prisionera de un movimiento fraudulento que explica y responde la pregunta planteada más arriba: ¿qué sabe de Onetti el porcentaje mayoritario de la sociedad?
El periodismo cultural, infértil para producir un análisis accesible propagó la concepción Hola de Onetti. Hay revistas que se dedican a mostrar el mundo de los famosos. El mundo de algunas personas son sus muebles, su "look", sus tics, sus amantes, sus vicios más o menos públicos. Suelen jugar con el deseo de exhibirse y cierta ansiedad morbosa del público por "entrar" en la intimidad de quien percibe legitimado por la celebridad. ¿En qué se relaciona esto con Onetti?
El periodismo cultural ha hecho más ruido con la vida del escritor, su casa, sus mujeres, su cama, y su vaso de whisky que con su obra. La diferencia estriba en que ha sido sin la anuencia del escritor. La operación psicológica funciona porque el rótulo cultural permite circular desde "lo bueno", cuando en realidad se trata de chafalonías envasadas para charlas baratas. Se ha demostrado menos interés por abrir caminos hacia El Astillero, que para permitir que los así llamados críticos se dediquen a transparentar con estudiado desparpajo —pero sabiendo que escandalizan— la vida "rara" del escritor que escribe raro. Por eso ahí está El Astillero como un monumento al que nadie va, una iglesia en la que no se reza, un anciano al que nadie visita.
Los tropiezos de El Astillero quedan claros cuando el lector se aproxima a la novela. Los fierros de la fábrica están herrumbrados, los vidrios rotos y cubiertos de telarañas y los libros contables humedecidos. Si no fueran trágicas, algunas escenas moverían a risa: en la página 193 de la edición barata de Bruguera (1980), el ingeniero Kunz mira un plano "hecho diez años atrás, de una máquina perforadora que podía dar cien golpes por minuto. Kunz sabía que en el mundo remoto se vendían máquinas capaces de descargar quinientos golpes por minuto. Trabajaba siete horas diarias porque estaba seguro de que era capaz de mejorar el viejo proyecto (...) convencido de que, con algunas modificaciones, la perforadora podría, teóricamente, descargar ciento cincuenta golpes en sesenta segundos".
En algunos círculos se le llamaba "derrotismo" a escribir así. Lo cierto es que el funcionamiento mental de Kunz es paradigmático. Quizá sea hasta loable, que al menos haya una mentalidad Kunz preocupada por copiar máquinas eficientes, dos o tres décadas después de que éstas hubieran dejado de ser útiles en el mundo que las creó. Le llamábamos sustitución de importaciones, pero en realidad era "atarla con alambre". Desde hace 40 años emigran 70 científicos por día de la región.
El paradigma Kunz vive en un mundo encapsulado con una perspectiva local que no aspira a emular al mundo, sino a correrlo desde cada vez más atrás y sin esperanza de alcanzarlo.
Decir estas cosas es duro. Pero en Onetti no habitaba un ser perverso que gozara con sus verdades penosas. Su actitud no es la de quien tira basura cínica a la cara del lector y se despreocupa; en sus novelas está su propia angustia desplegada, como el que sabe de qué habla. Tampoco la actitud de Kunz es gozosa. Los personajes de Onetti tienen espesor porque tienen una vida. En Onetti hay respeto por la angustia; y no la evasión de los psicofármacos. La angustia, para decirlo con palabras de diccionario, "es un mecanismo psíquico de defensa consistente en un sentimiento de alerta o en una somatización ante una amenaza indeterminada". A la hora de la angustia, los personajes de Onetti toman distancia y se permiten esa instantánea intransferible que les hace saber, a veces de modo demoledor dónde están parados. Parecen saber quiénes son aunque les desagrade constatarlo. Quizá eso los haga en ocasiones un poco detestables pero no menos vulnerables a ojos del lector.
Lo más fácil parece ser pasar por el costado de ese núcleo duro sin prestarle atención, más aún cuando las coartadas están servidas: en la gente está instalada esa imagen odiosa y algunos se dedican a remacharla. Si en verdad Onetti era un derrotista, un amargado, o un bebedor y encima pasó los últimos veinte años de su vida en la cama, ¿para qué leerlo? ¿Para desembocar en más angustia e incrementar el consumo de pastillas? ¿Qué verdad puede transmitir un tipo acostado?
La modernidad se fue
Pero Onetti nos ha dicho más de una verdad que no hemos sabido entender.
Se ha sostenido que El Astillero es una metáfora de la decadencia, pero es una metáfora del atraso. El rarísimo protagonismo de un astillero fundido habla de la literatura uruguaya y regional, pero sobre todo habla de la realidad. Onetti le advirtió a una sociedad que no quería ser advertida, que después de cien años largos de moderna revolución industrial, un país con fábricas fundidas carecía de destino. Onetti venía a decirle al país satisfecho, con su prosa enrevesada y laberíntica, que su modernidad era unilateral y por lo menos coja. No era decadencia sino atraso.
La modernidad nos ha sobrevolado como esas bolsas de polietileno que el viento montevideano revolea como barriletes de la pobreza. Pero mientras la suciedad queda y tuguriza hasta el recuerdo, la modernidad pasa, como la bolsa fabricada con tecnologías de otra parte, investigadas en otra parte, y con máquinas de otra parte. Aquí se compran las máquinas y se produce lo que otros inventaron hasta que el dólar se va a las nubes, que es cuando empezamos a atrasarnos y a atarla con alambre. Onetti habla de lo que no se habla; nos pone el espejo delante, pero preferimos los vidrios polarizados.
En una escena patética, Larsen, arquetipo onettiano que en esta novela aspira a la gerencia del astillero, discute su sueldo con el contador Gálvez y el ingeniero Kunz. El punto es si tiene que pedir cinco o seis mil pesos como gerente general, pero los tres saben, como lo sabe el lector, que discuten un sueldo virtual, porque es obvio que el astillero no funciona ni funcionará. Es un sueldo "como si" fuera un sueldo. Todo es teórico, abstracto, casi paródico. Se vive lo evidentemente inútil a sabiendas, en medio de telarañas y pastos no cortados, a la espera de alguna prerrogativa del poder, alguna regalía. Como camalotes a la deriva, al decir de Figari.
De Onetti a 25 Watts
Onetti ha dicho que El Astillero no entraña un mensaje.
También los directores de 25 Watts negaron que en su descripción de un Uruguay inmóvil hubiera un mensaje. El Uruguay que describe la película, a través de personajes veinteañeros a fines de los 90 es muy similar al que vivieron los jóvenes 40 años antes. Si bien ambas obras —El Astillero y 25 watts—se desarrollan en escenarios diferentes y sus asuntos no tienen puntos de contacto, sus ámbitos son intercambiables. Los personajes de la película podrían imaginarse en Santa María y los de Onetti deambulando por ese Montevideo abúlico de fines de los 90. Los vasos comunicantes entre la novela y la película, la inmovilidad, la abulia y la resignación, son ejes que revelan percepciones agudas. No hay mensaje, pero sí múltiples elementos para que el público se interrogue si desea hacerlo, sobre lo que le ocurre a una sociedad productora de escenarios inmóviles que condena a sus jóvenes a deambular sin objetivo ni plan, a la espera del tiempo de vivir o irse.
Revelan una sociedad que mira con horror al futuro, y que si desea vivir mejor teme que el tiro le salga por la culata. Por eso vive sin arriesgar. Más vale no hacer olas. Así se vive en El Astillero y en 25 Watts, sin hacer olas.
A la espera de no se sabe qué.
Por algo el pensamiento mayoritario del país no leyó o leyó mal, la novela mayor. Más bien se ha preferido el envoltorio ensoñador de la utopía. Pero como dijo Hannah Arendt, la utopía suele ser el opio de los pueblos.
Por eso no es inocente la diferencia entre decadencia o atraso. Nos gusta hablar de decadencia con mohines mimosos, para poner el énfasis en el país próspero y culto, como si prosperidad fuera sinónimo de cultura. Más bien parece que aquella prosperidad desvió debates que dejaron larvados algunos males que hoy afloran y nos horrorizan. Aquella prosperidad pudo elegir y eligió cancelar algunas de sus mejores posibilidades. Cerró espacios desde los cuales la sociedad pudo ser pensada con imaginación y grandeza. Esa mentalidad dio ruinas eternas como el Palacio de Justicia, que ni siquiera se implotan para olvidar que allí hubo una ruina oficial de cinco décadas. Esa mentalidad nos condena a la fealdad, al bajón.
Lo que vendrá
Carlos Real de Azúa decía que mientras el Uruguay era principalmente producto de "las inmigraciones, la penetración europea, las ideas ‘modernas’, las técnicas decimonónicas, las formas de organización racionalizadas", el imaginario uruguayo estaba construido desde una perspectiva local. A "las categorías locales: federalismo, caudillismo, militarismo, poder doctoral (...) ha faltado el que las engrane con lo universal".
Real señalaba los mismos problemas que en su momento marcaron Rodó, Figari y Onetti, sin ser oídos por un país donde la política siempre se impuso a la cultura.
Cultura y política siempre estuvieron en tensión en Uruguay. Y esa es la razón de fondo por la cual nada de lo que ocurriera en la cultura podía aspirar a grandes magnitudes; la centralidad absoluta de la política restringió al máximo el espacio para que otras dimensiones de la sociedad se desarrollaran con libertad. Fue y es desde la política, desde donde se administran premios y castigos. Y la crisis actual es otra consecuencia de haber elevado, no a los mejores, sino a quienes aceptaran incorporarse al proyecto oficial fuere cual fuere.
La cultura no ocupó el lugar central que debiera, porque en la pelea con la política, los más brillantes intelectuales que tuvo ese país quedaron descentrados. Figari y Rodó frente a Batlle y Ordoñez, y Onetti frente a la fuerza bruta sin ideas de 1973, protagonizaron batallas en las que perdió la sociedad.
El problema es que la política ha actuado en forma antimoderna y exclusivista, sin abrir espacios democráticos desde donde la sociedad pudiera ser pensada sin ataduras, sin condicionamientos, sin corromperse por las cadenas de lealtades que la política genera y sin las cuales no puede funcionar. Esa cadena de lealtades no es exclusiva del Uruguay y eso hay que consignarlo. Pero, conformada como está, la política uruguaya no deja de decirnos una y otra vez, que el único tipo de intelectual que está dispuesta a tolerar es el intelectual de partido. Son los que representan al país en diferentes instancias, los que hablan por el país, los que toman las decisiones claves y, como son intelectuales de partido, adoptarán las decisiones que les indiquen sus líderes que son, en definitiva, quienes los sostienen.
Esto no es democrático ni moderno. Es simplemente un fuerte indicador de primitivismo y atraso, porque si la política define quién gana y quién pierde, siempre le va a ir mejor a los amigos de los políticos que a quienes no lo son. Una sociedad así no privilegia el talento, sino la lealtad; por eso reducir la política a la promoción de correligionarios, constituye el peor mensaje que la sociedad puede recibir.
De hecho, así hemos llegado al siglo XXI, con una sociedad en cierto modo deforme. Como dijera Rodó en uno de sus alejamientos de la política: "Me voy del país político, que es como decir que me voy del país". La política lo ocupaba todo. No había espacio para pensar fuera de la política.
En Un mundo desbocado, el sociólogo británico Anthony Giddens sostiene que la democracia está en problemas. En muchos países occidentales cayó el nivel de confianza en los políticos, vota menos gente y en particular los jóvenes, cuestionan las formas con que se ejerce la democracia. "En Gran Bretaña —dice— el clientelismo era antes, sencillamente la manera de hacer las cosas, incluso cuando había partidos de izquierda en el poder (...) En Rusia, donde domina el capitalismo gangsteril y subsisten fuertes resquicios autoritarios (...) una sociedad más abierta y democrática ha de crearse desde abajo, a través del resurgimiento de la cultura cívica".
El 8 de febrero, Clarín informaba de un crédito del Banco Mundial por 600 millones de dólares que imponía un gasto de 14,5 millones de dólares en consultoría. El gobierno argentino rechazó el gasto anunciando que recurrirá a su plantel. La sociedad reclama ahora noticias como ésta porque está más atenta y dejó de confiar con ingenuidad en los decisores. La comunicación cambió a la sociedad; el elector forma parte, por primera vez en la historia, del mismo ámbito informativo que el elegido. Son cambios fuertes y veloces.
Vendrán, ojalá, grandes debates por el rumbo de un país que se apresta a ingresar a un nuevo tiempo histórico. El nuevo rumbo no será dictado únicamente por el debate local, sino por el diálogo con el mundo. La cultura, no desvinculada pero sí independiente de la política, será clave para que el nuevo país pueda pensarse desde la libertad y una democracia menos imperfecta.

Correo:dmazzone@elpais.com.uy

 

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