Condena
a la guerra y a Saddam
La televisión
nos trajo nuevamente el miércoles las imágenes de horror
que ya habíamos visto en 1991: la estela luminosa de los misiles
atravesando el cielo de Bagdad, una ciudad fantasmal, de calles desiertas
y oscurecidas, en las que sólo se veía el pasaje rápido
y nervioso de alguna ambulancia y a lo lejos el resplandor de los incendios
causados por los proyectiles. La banda sonora que nos regalaba el televisor
guardaba simétrica relación con las terribles escenas descriptas
y nos ofrecía el estrépito de los estallidos de las bombas,
el ulular de las sirenas de las defensas antiaéreas y de los vehículos
de asistencia sanitaria.
Saddam Hussein
-un contumaz violador de las disposiciones de la ONU- un siniestro autócrata
objetivo del ataque estadounidense y sus auxiliares de gobierno, sus jefes
militares y los fanáticos militantes de su grupo político
se guarecían de la incursión armada en algún rincón
secreto de la ciudad capital de Irak, al igual que millones de seres inocentes
que pagaban con su noche de espanto, y algunos con su vida, el terrible
pecado de haber vivido durante más de dos décadas bajo el
puño férreo e implacable del sanguinario tirano. La guerra
había estallado finalmente. El largamente anunciado conflicto por
parte del presidente de EE.UU. y sus escasos aliados se había hecho
realidad. Más allá de la opinión de Naciones Unidas
y la orfandad en que ésta ha quedado al ser desautorizada por el
Sr. Bush, cuya actitud colide con los principios monolíticamente
pacifistas que están inscriptos en la Carta Fundamental de la organización
y pone en cuestión el propio futuro de la misma. Y más allá,
fundamentalmente, de la opinión pública mundial, que se
ha expresado masivamente a través de marchas multitudinarias, proclamas
y manifiestos con significativos apoyos, contra una actitud bélica
cuyos orígenes deban rastrearse en el sentimiento de inseguridad
y de temor que vive EE.UU. a partir del 11 de setiembre.
La opinión
de EL PAIS, expresada en numerosas ocasiones en nuestra página
editorial, ha sido de total condena a este quebranto de la paz. Tan absoluta
ha sido nuestra condena a la amenaza de la guerra cuando ésta
aún no se había manifestado en toda su alucinante magnitud-
como lo es ahora que el conflicto estalló.
Como ha sido
también -y en eso nuestra largamente octogenaria historia como
medio de comunicación es clara- nuestro repudio al terrorismo y
a los dictadores del corte sanguinario y mesiánico de los Saddam
Hussein. Sólo queda ahora hacer votos para que este enfrentamiento
ilógico y absurdo cobre la menor cantidad de vidas posible y sirva
-aunque este fin no puede justificar mínimamente el violento medio-
para traer la democracia al castigado Irak.
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