2004 Elija el año
Marea de dolor

Si, en la mañana del domingo después de Navidad, usted hubiera sido alguna especie de deidad omnividente y omnisapiente, capaz de escudriñar a través de las profundidades oceánicas de la costa oeste de la isla de Sumatra, esto es lo que hubiera visto: dos gigantescas placas tectónicas, que han estado empujando una contra la otra por milenios, de pronto se mueven. La placa izquierda ha estado deslizándose bajo la derecha a razón de unos pocos centímetros por año, pero ahora la placa superior súbitamente se eleva, alzándose tal vez 20 metros a lo largo de una cordillera de 1.600 kilómetros. Por encima, la superficie del océano apenas se sacude. En términos planetarios, el movimiento es "absolutamente insignificante", dice el geólogo Simon Winchester, autor de Krakatoa, un best seller reciente sobre un volcán que explotó en Sumatra en 1883, matando a 40.000 personas. "La Tierra se encogió de hombros por un momento. Todo se desplazó un poquito".

El temblor sacudió la rotación de la Tierra. Relativamente hablando, fue un pequeño sacudón en la larga y violenta historia de un planeta con un núcleo fundido donde continentes enteros se han desvanecido para luego reformarse. Pero la sacudida sísmica fue suficiente para desplazar miles de millones de toneladas de agua en unos pocos segundos y formar un maremoto. Silenciosa e invisible, el agua pujó hacia afuera a la velocidad de un avión jet. A medida que se acercaba a la costa la velocidad disminuía, y grandes olas se formaban, en algunas partes muy grandes. Usualmente, un tsunami (las olas que genera un maremoto) no luce como la masiva y empenachada montaña de agua de la película El día después de mañana. Sin embargo, no es la imagen que uno desearía ver cuando está en una playa.

Mientras las aguas retrocedían los días posteriores a la gigantesca ola, el número de muertos seguía creciendo: 20.000, 40.000, 80.000, 100.000, 150.000... y los médicos alertaban de epidemias aún por venir. El sufrimiento fue indiscriminado: lo mismo en los hoteles de lujo que en los pobres caseríos de pescadores a lo largo de la costa del océano Índico. "Niños perdidos y tiburones arrojados a la orilla, gente lamentándose por sus camisas Christian Dior y sus joyas, mientras otros eran lanzados contra las rocas. Era todo tan aleatorio", relató Vikram Chatwal, un hotelero de Manhattan que pasaba sus vacaciones en la paradisíaca isla tailandesa de Phuket.

Ocurrieron historias de supervivencias dignas de los tabloides sensacionalistas, como el rescate de Petra Nemcova, chica de tapa de la edición de trajes de baño 2003 de Sports Ilustrated, que se aferró a un árbol por ocho horas. O el escape del equipo de criquet de la escuela Harrow, cuyos integrantes tuvieron la habilidad o la suerte de trepar a un pabellón en Sri Lanka mientras las aguas se arremolinaban alrededor del techo. Menos proclamados, pero amargamente llorados por sus padres, fueron los 20 muchachos de un equipo de criquet, todos barridos por una sola ola en la sureña ciudad india de Chennaii. Perdida: una iglesia entera, mientras sus parroquianos rendían culto en una mañana de domingo. Encontrado: un bebé de 20 días flotando en una cuna, llorando pero vivo.

Hubo algunos cuentos heroicos. Casey Sobolewski, de Oceanside, California, y su madre Julie, estaban navegando frente a la costa de Tailandia cuando la ola se estrelló. Comenzaron a subir a bordo sobrevivientes chupados por la resaca. Casey saltó del bote para rescatar a unos niños que se esforzaban en vano. Julie se desalentó al ver otros barcos quedarse atrás, con sus pasajeros temerosos de involucrarse. La escena evocaba imágenes del hundimiento del Titanic, donde todos menos uno de los botes salvavidas se mantuvieron lejos mientras la gran nave naufragaba, no sea que fueran abordados por decenas de desesperados, y perecieran también.

El temor reverente fue la emoción predominante. Imágenes de televisión de impactados turistas corriendo frente a encrespadas marejadas, desde Tailandia a Sri Lanka, eran seguidas por escenas de completa devastación en los extremos lejanos del archipiélago indonesio (conocido como el Anillo de Fuego por su mortal historia sísmica).

Lentamente, el resto del mundo comprendió la magnitud del desastre (en la administración Bush, tal vez un poco demasiado lentamente). Pero hubo una sola tragedia repetida una y otra vez: el fracaso para actuar hasta que fue demasiado tarde.

En el Centro de Advertencia de Tsunamis del Pacífico, en Hawaii, apenas pasadas las 15 horas de una tranquila tarde de feriado, uno de los científicos en servicio, Stuart Weinstein, notó un salto en el sismómetro en las islas Cocos, al sur de Sumatra, en el océano Índico. La lectura inicial fue de un terremoto registrando un 8,0 en la escala Richter. Temblores de tal magnitud no son inusuales. A las 15.14, Weinstein y un colega despacharon una noticia de rutina sobre el terremoto y un mensaje: "Este terremoto está localizado fuera del Pacífico. No existe amenaza de un tsunami destructivo basada en datos históricos sobre terremotos y tsunamis".

Durante la siguiente media hora, los datos sísmicos continuaron fluyendo al centro de Hawaii, y el tamaño estimado del temblor se incrementó (cinco veces, a 8,5 en la escala Ritcher). El director Charles McCreery fue convocado por teléfono. Ahora un mensaje más ominoso fue enviado: "Existe la posibilidad de un tsunami cerca del epicentro".

De hecho, un tsunami ya había golpeado contra el remoto norte de Sumatra, matando a miles casi instantáneamente. Los observadores de maremotos en Honolulu no tenían manera de saberlo: hay monitores de olas a nivel del mar en el Pacífico, pero no en el Índico. Fundado luego de que un tsunami matara a más de 150 personas en Hawaii en 1946, el centro es responsable sólo por alertar a los 29 países sobre la costa del Pacífico, donde los maremotos son frecuentes. En el Índico, son inusuales. Los gobiernos tienen menores recursos. No hay sistema de alerta.

Viene la ola

En Jakarta, Indonesia, a unos 8.000 kilómetros al este de Hawaii (y a alrededor de 1.900 kilómetros del epicentro) Prih Harjadi, director de recolección de datos en la Oficina de Meteorología y Geofísica de Indonesia, tuvo su primer indicio de peligro por una llamada de su sobrino. Un temblor había sacudido la ciudad de Medan, en Sumatra. Harjadi corrió de su casa a la oficina, para enterarse del desastre desatado a lo largo de la costa. Iba abatido. Su gobierno había discutido la creación de un sistema de alerta de tsunamis en 1992. Pero un pedido oficial de ayuda al Japón se "extravió" en la burocracia, cuenta Harjadi. El costo del plan nunca aprobado: 2.000.000 de dólares.

La costa tailandesa, a unos 500 kilómetros del epicentro del terremoto, fue la siguiente en ser golpeada. El área tiene algunas de las más hermosas playas del mundo; los turistas llegan en bandadas.

Saliendo de un reciente divorcio en Gran Bretaña, Jack Davison estaba allí a la búsqueda de unas vacaciones con sol, romance y aventura. El profesor retirado de 57 años estaba paseando cerca de la playa de Patong el domingo de mañana cuando notó una multitud mirando con curiosidad al mar. El agua parecía haber desaparecido de la orilla. Entonces la multitud vio una pequeña pared de agua blanca a un kilómetro y medio de distancia. En segundos, la ola se hizo mayor y comenzó a lanzar como juguetes a yates y botes de pesca a medida que los arrollaba. La gente alrededor de Davison comenzó a gritar. Demasiado tarde. Todos comenzaron a correr. El británico fue empujado detrás de un auto cuando ambos, él y el vehículo, fueron arrollados. "Todo quedó completamente a oscuras. La única cosa que podía ver era la rueda del auto encima mío y el caño de escape. Pensé que ahí terminaba todo", recuerda Davison. Súbitamente quedó libre de la presa y salió jadeando. Observó horrorizado como una joven pareja europea, ambos desnudos, atravesaban la ventana de su habitación en la planta baja del hotel Sea Gull justo antes de que un auto se aplastara contra el marco de la ventana.

Uno de los jóvenes europeos era un italiano de 29 años llamado Dario Tropea. Él y su compañera habían sido abruptamente despertados por un torrente de agua en su habitación de hotel. En cinco segundos, el nivel del agua había crecido hasta unos centímetros del techo, dejando a la atrapada pareja sin otro recurso que unir sus brazos y nadar a través de la ventana. Tropea perdió la conciencia. "Cuando desperté, no podía ver el hotel y pensé que había colapsado". Tropea encontró a su compañera, impactada y desnuda, y comenzaron a buscar amigos... cuando vieron una segunda ola. "La gente estaba gritando, llamándonos para que huyéramos y las bocinas de los autos sonaban a medida que chocaban contra el hotel", recuerda Tropea, mientras se sienta, conmocionado y herido pero vivo, en un cuarto de hospital dos días después.

Al tsunami le tomó menos de dos horas cruzar la bahía de Bengala hasta la India. En la pequeña ciudad de Nagapattinam en la costa este de la India, K.P. Selvam, un enrulado pescador de 43 años curtido por la intemperie, descansaba a la sombra de un árbol luego de la misa del domingo, remendando unas redes. En aquel día perfecto, estaba pensando en salir a pescar con sus camaradas.

Su esposa estaba limpiando su casa, una cabaña de barro y ladrillos con techo de tejas a un centenar de metros del mar. Su pequeña hija y sus dos hijos jugaban afuera. De pronto, Selvam oyó un ronroneo distante, un sonido que nunca antes había escuchado.

El mar siempre había sido el sustento de Selvam y de sus amigos. Pero el ruido lo inquietó mientras escudriñaba el cielo limpio y el ilimitado horizonte detrás. Entonces notó algo que hizo que su estómago se revolviera. Un delgado borde negro había aparecido en el horizonte; parecía estar engrosándose, creciendo. "Me paré y comencé a gritarle a mi mujer que corriera", recuerda Selvam, hablando débilmente. "Yo me colgué de un árbol, pero pronto me di cuenta de que ese gran árbol había sido desarraigado". Sobrevivió. Pero su esposa y tres hijos, su hogar y varios de sus amigos habían desaparecido, y él estaba rodeado de cadáveres. "Algunos —dijo Selvam— tenían sus cabezas aplastadas".

Muchos de los pescadores y sus familias, barridos por el tsunami que arrolló la costa oriental de la India, eran ocupantes ilegales. Incapaces de pagar casas en la ciudad, habían construido cabañas ilegalmente en la playa. Matimithu, un pescador retirado que trabaja como vigilante nocturno, dice que la próxima vez construirá una casa de ladrillos, aunque debe estar prevenido de que los ladrillos y el cemento no salvaron a sus vecinos. Sus hijos, que apenas sobrevivieron con él, ahora se despiertan gritando: "¡Viene la ola!". Vasturi, una abuela de 50 años, vio a su hija y a sus dos nietos hundirse. Su hija, Saraswati, logró sobrevivir, pero no puede parar de llorar. Tres días después de la muerte de sus niños, el rostro de Sarawasti está grabado con profundos y furiosos arañazos, que sólo pueden haber sido autoinfligidos.

Consencuencias políticas

Los tsunamis no se enlentecen ni pierden mucho poder hasta que no alcanzan aguas bajas. Éste golpeó la costa de África cuatro o cinco horas después del temblor.

De nuevo en Hawaii, en el Centro de Advertencia de Tsunamis del Pacífico, eran un poco pasadas las 19 horas (cuatro horas después de advertir el terremoto). Allí Stuart Weinstein estaba sentado mirando sus lecturas sísmicas, viendo televisión y, como él lo dijo, "sintiéndome un idiota". Rodeado de tecnología, pero careciendo de un sistema de alarma en el Índico, se había visto resignado a escribir "tsunami" en el buscador Google para llevar la cuenta del número de muertos a medida que llegaban los cables. Las cifras empezaron bajas (un muerto en Phuket, 150 en Sri Lanka), pero Weinstein iba desayunándose de que un desastre había ocurrido, y que no había mucho que hacer al respecto.

Weinstein y sus colegas, Barry Hieshom y el director del centro, Charles McCreery, comprendieron que no estaban tratando con un terremoto localizado, sino con una herida extendida por miles de kilómetros a lo largo del Índico. El centro de sismología en Harvard, la máxima autoridad para observadores de terremotos, ahora estimaba la fuerza del temblor como de 8,9 (más tarde revisado a 9,0). Esto es un terremoto monstruoso, capaz de generar olas asesinas. Los observadores de tsunamis discutieron acerca de a quién llamar. Se pusieron al teléfono con las embajadas estadounidenses en Madagascar y Mauricio, casi al mismo tiempo en que las olas impactaban. Ya era demasiado tarde.

El esfuerzo de ayuda se volvería global y vasto (incluyendo millones recaudados privadamente en internet). Pero empezó con dolorosa lentitud. En la provincia de Aceh, en Sumatra (el área más cercana al epicentro del peor golpe), el gobierno indonesio apenas estaba en control. Una rebelión ha estado encendiéndose allí por años. Uno de los grupos que se las arregló para llegar a Aceh luego del tsunami fue la organización islámica moderada Muhammadiyah. Este grupo de 35 millones de miembros tiene la influencia para poner políticos en cargos y dirige una cadena de colegios.

Le llevó 72 horas a una misión de ayuda de Muhammadiyah alcanzar Aceh. El aeropuerto podía acomodar sólo dos aviones de carga al mismo tiempo. Llegando en un avión donado por la compañía Lion Air (junto con cajas donadas de fideos instantáneos y leche de sabor a frutilla), el equipo de Muhammadiyah, acompañado por dos periodistas, se aseguró una camioneta 4X4 perteneciente al jefe militar local. La fusta de montar de este hombre, abandonada en el asiento trasero, produjo un momento de levedad. Un integrante de Muhammadiyah hizo chistes sobre su teléfono celular, oprimiendo botones y diciendo en inglés: "Nokia NO está conectando gente". Pero el ánimo pronto se congeló. Detrás del aeropuerto soldados llenaban tumbas colectivas con cuerpos envueltos. Del otro lado de un puente, en el límite del pueblo, árboles, maleza, vigas de techos, restos de ropa cubiertos de lodo... todo bordeando las rutas como nieve sucia. Entonces vieron los cuerpos: desnudos, hinchados, goteando, cocinados en putrefacción por tres días al sol.

El equipo Muhammadiyah sacó máscaras mientras el auto se abría paso hacia el centro de la ciudad. El conductor tenía que zigzaguear entre los cadáveres cuando los conducía a las oficinas de la organización. Pasaron un bote de pesca de 15 metros descansando sobre un puente. Los edificios habían sido aplastados. Barrios enteros se habían desvanecido. El auto se detuvo frente a una pila de cadáveres. El grupo se bajó, luciendo sombrío. Rizal Sukma, el secretario de Muhammadiyah, declaró: "Den la vuelta. Nuestra oficina está destruida". Cerca, en un poste de alumbrado, colgaban fotos de los desaparecidos.

El grupo se retiró a la Gran Mezquita, aún en pie pero con su minarete lleno de rajaduras. Construida más de un siglo atrás, la mezquita fue un bastión de resistencia contra el régimen colonial holandés en Indonesia. Cuando el tsunami golpeó, el lugar sagrado se volvió un refugio. Mucha gente huyó de las aguas crecientes hasta el salón principal de oración, pero las aguas los siguieron. Muchos se ahogaron bajo los pilares ornamentados y los candelabros dorados.

Dos días después el suelo todavía está resbaladizo, el hedor es desmoralizador. Un hombre flaco con un bastón y un rígido sombrero negro se identifica a sí mismo como Zulkifli y se une al grupo. "Esto es castigo de los dioses —dice— porque no hay justicia, porque nuestros líderes son opresores. No les interesa el pueblo". ¿Dónde estaba el imán? No había sido visto desde el terremoto. Nadie sabe si está vivo o muerto.

Din Syamsuddin, presidente de Muhammadiyah (que tiene un doctorado en ciencias políticas de la Universidad de California), se hizo cargo. Es un hombre bajo, bien afeitado, con una leve barriga y gestos graves y tranquilos, que ordenó a los maestros y administrativos de la escuela barrer las calles en busca de cadáveres, preparar cocinas de emergencia y organizar campamentos para refugiados. Un problema: los locales estaban renuentes a enterrar víctimas hasta que pudieran ser lavadas y envueltas en tela blanca, de acuerdo a la práctica islámica. Pero en Jakarta, los líderes islámicos habían emitido una fatwa, un edicto religioso, declarando que durante el período de crisis los entierros de campaña serían suficientes.

En 1883, cuando la isla volcánica de Krakatoa estalló, no sólo mató decenas de miles de personas sino que esparció consecuencias políticas a través del archipiélago. El cataclismo contribuyó con los "movimientos islámicos militantes antioccidentales" en la isla principal de Java, escribió Simon Winchester, llevando a una rebelión completa contra los holandeses en 1888. Ahora el gobierno de Indonesia, ya en terreno poco firme con los separatistas en Sumatra, será testeado en profundidad al proveer ayuda (y evitar llevarse la culpa por el sufrimiento provocado por un Dios furioso).

Los políticos de Indonesia no son los únicos con algo que perder. A más de 16.000 kilómetros de distancia, en el rancho de Bush en Crawford, Texas, el presidente de Estados Unidos comenzaba a sentir cierta presión política. Los primeros tres días Bush los pasó fuera de la vista del periodismo, de vacaciones. "Al presidente no le gusta la idea de gestos vacíos", comentó un portavoz de la Casa Blanca. En principio la administración Bush prometió 15 millones de dólares en ayuda humanitaria y para el martes el monto había sido alzado hasta los 35 millones. El miércoles, Bush había aparecido ante reporteros en un hangar, para expresar sus condolencias. Luego se fue en su camioneta, para limpiar maleza. Los funcionarios de la Casa Blanca se mostraron a la defensiva acerca de la lenta reacción de Bush, pero fuentes oficiales dejaron claro que Estados Unidos ocuparía un lugar predominante en los multimillonarios esfuerzos de ayuda. Para el fin de semana la administración había multiplicado por diez su aporte, hasta los 350 millones.

Dolor eterno

El Centro de Advertencia de Tsunamis en Hawaii es normalmente un lugar hermoso y tranquilo. Ubicado cerca de Pearl Harbor, bajo las palmeras, el sencillo edificio puede parecer una casa de vacaciones. El personal vive en residencias a pocos metros de distancia. Pero los trabajadores del Centro de Advertencia no están teniendo mucho descanso. Han estado produciendo la secuencia de hechos demandada por la Casa Blanca, que aparentemente quiere dejar en una mejor posición a los esfuerzos del centro para advertir a otras naciones.

McCreery cuenta que él ha recibido algunos mensajes de repudio. "Van en la línea de ‘Estúpido, yo me fijé en internet y encontré números de teléfono. Podrías haber hecho lo mismo y alertar hoteles en la playa’". Por un momento, McCreery luce como si fuera a desechar la idea. Pero luego dice: "bueno, mirándolo con calma, no es una mala idea. Es mejor salvar alguna gente que no salvar a nadie". A lo largo de la cadena de comando, sin embargo, hacer ese tipo de llamadas nunca se le ocurrió a nadie, y de hecho ¿cuántos gerentes de hotel hubieran escuchado las advertencias de un científico frenético a medio mundo de distancia, en una tranquila y hermosa tarde de domingo?

Igual, McCreery se tortura a sí mismo. "En retrospectiva, nosotros no entendimos la escala del asunto. De alguna manera, voy a sentir una responsabilidad toda mi vida". McCreery lagrimea y luego recupera la compostura. "Perdón. Las cosas que no hicimos no son de la semana pasada, son cosas que debimos hacer hace un montón de años", para iniciar una red de alerta en el océano Índico. McCreery está aplastado, apenas ha visto a su familia en días. Cuando recibió la alerta el domingo, estaba a punto de armar las bicicletas que les compró a sus gemelas de 4 años para Navidad. Las bicicletas siguen en sus cajas.

La pena circunda el globo. En la pagoda de Tailandia visitada por un reportero, los ataúdes estaban apilados hasta dos metros y medio de altura. Pero los ataúdes se habían terminado, y los trabajadores voluntarios estaban envolviendo cadáveres en lonas y sábanas. Entonces se quedaron sin eso también y sólo depositaron los cuerpos en un área de césped. Las caras estaban congeladas en muecas de sufrimiento. Cientos de voluntarios se acercaron a ayudar. Los cadáveres siguen llegando..

 

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