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Especiales - Irak - EE.UU
 
   

Un presidente cambiado

Como presidente de Estados Unidos, George W. Bush es también comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y ese papel se ha convertido en preponderante durante las largas semanas en las que preparó a su país para una guerra contra Irak.

"Estén donde estén de servicio, sean enviados al lugar que fuere, pueden ustedes estar seguros de que Estados Unidos les dará todo su reconocimiento y que vuestro comandante en jefe tiene confianza en vuestras capacidades y está orgulloso de ustedes", afirmó Bush en enero en medio de las aclamaciones de
los soldados de la 1 división de Caballería reunidos en Fort Hood (Texas, sur).

En dos años el presidente de Estados Unidos habrá pasado de la condición de neófito en materia de relaciones internacionales a la de responsable de una operación militar que involucrará a más de 250.000 efectivos y que tiene por meta el derrocamiento del presidente iraquí, Saddam Hussein.

A los 56 años, su cabello encaneció y su rostro se demacró. Actualmente, George W. Bush tiene diez años menos de la edad que tenía su padre en 1991, cuando ocupaba la Casa Blanca, y le tocó dirigir la Guerra del Golfo contra Saddam Hussein, pero únicamente con el objetivo de desalojar a las tropas
iraquíes de Kuwait.

El ex gobernador de Texas, conocido por su alborotada juventud y un curriculum académico mediocre, y más ducho en los usos y costumbres de la industria petrolera y del base-ball que en los de la diplomacia, se metamorfoseó en un presidente ascético.

No bebe más, reza diariamente, pide a sus colaboradores en la Casa Blanca que trabajen en un ambiente de recogimiento. Durante su última conferencia de prensa, a principios de marzo, fingió una despreocupada calma, que la revista Newsweek comparó con la del célebre sherif de la película El tren silbará tres veces.

El hombre que durante la campaña electoral de 2000 se negó a convertirse en un fundador de naciones, presenta ahora grandiosos planes para instaurar la democracia en Irak como medio para resolver el conflicto israelo-palestino. Hay mucho más en juego que la seguridad de Estados Unidos (...) Está en
juego la libertad y tomo ésto muy en serio, subrayó George W. Bush durante su última conferencia de prensa en la Casa Blanca.

Sin embargo, el presidente estadounidense se inclina claramente por la simplicidad. Reduce lo más que puede el tiempo que pasa en la residencia presidencial para evadirse los fines de semana a la casa de campo oficial en Camp David, en medio de las colinas, donde corre, lee, mira películas y mantiene reuniones con sus colaboradores más próximos. Entre ellos Condoleezza Rice, su asesora para la seguridad nacional, Karl Rove, su consejero político, y Andrew Card, el secretario general de la Casa Blanca. Sin olvidar a Richard Cheney, el vicepresidente, verdadera eminencia gris en las sombras, que una vez a la semana almuerza con él frente a frente.

Pero es en Praire Chapel, su hacienda de Crawford, en las llanuras de Texas, donde George W. Bush recupera su verdadera personalidad. Allí recibe a los dirigentes extranjeros que le fueron leales, y se refugia lejos de la agitación de Washington con su mujer, Laura, para pasar allí las vacaciones, de una duración infrecuente para un presidente. El día de Año Nuevo la hizo visitar a algunos periodistas. Su mayor orgullo es haber liberado las encinas de la sofocante opresión que ejercían las lianas y despejar una cascada de los alrededores.

Entre los instrumentos utilizados por el presidente para desbrozar la maleza, algunos juran haber visto un lanzallamas.

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